―Casi he terminado tu bufanda ―me dice mi abuela, entretejiendo las manos temblorosas de venas dilatadas con el extremo de la última hebra de lana.

Me siento en el brazo de su sillón y la acurruco, besando su mejilla izquierda. Pálida y arrugada. Su figura, casi centenaria, se encoge ante el sol que arrasa el cristal de una ventana. De un verano recordado.

La bufanda luce en blanco, resistiendo los embistes del tiempo. Se aferra a mi cuello. La oigo acariciando mi oído con su pelusilla diminuta. Delicada y fuerte su urdimbre me protege del viento. Me toca suavemente, como hacía la abuela cuando estaba aquí. Pero ya no está. Solo su bufanda. Y sus recuerdos se cuelan por la trama del hilo.

En blanco, me contaba, que sus peores pesadillas siempre fueron blancas. Que una vez tuvo un ángel… y me describía una habitación blanca: llevaba horas durmiendo en su cunita –me contaba– como un ángel tapado por la pequeña sábana blanca.

Una sirena antibombardeos insistía en la calle. Oía el zumbido de los aviones y el silbido de su explosiva carga. Debería cogerlo en brazos –pensaba–, y correr al sótano del edificio, como otras veces. Pero él estaba cansado de huir y de mamar solo miedo. De tener frío. De sentir el sonido hueco de las paredes del estómago.

Así, la abuela le dejó descansar al abrigo de sus alas.

Me estremezco, asiendo con fuerza la bufanda. Caminando calle abajo, protegida, caliente y blanca.

FIN

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