Aquel hombre, de rostro amable, ojos ligeramente achinados, nariz pequeña y partida, como si en su juventud hubiera sido boxeador, abundante cabello plateado, siempre bien cortado y cubierto por una gorrilla de visera de la que jamás se destocaba. Si alguna vez lo hacía, su rostro dejaba ver una frente de un tono mas claro que el resto de la cara. Aquel hombre era como el capitán de un gran barco cuyo inmóvil timón dejaba que el viento moviera la nave despacio, muy muy despacio. No quería llegar a ningún puerto porque ya los había visitado todos. En la vida, ya solo pretendía seguir navegando así, despacito sin movimientos bruscos, contemplando todo de lejos, sin tratar de influir de ningún modo en los acontecimientos de su alrededor.  

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Recuerdo su afición al café en un tiempo y un lugar en el que no era fácil de conseguir, su penetrante aroma formaba parte de nuestro equipaje cuando en verano íbamos a visitarles para pasar con ellos parte de las vacaciones. 

Aquel hombre, no demasiado hablador, ejercía sobre mí un especial atractivo, me acercaba a él cuando estaba en su butaca junto al fuego que, sistemáticamente a primera hora de la mañana había encendido mi abuela para calentar la casa, para preparar el almuerzo y para señalar que el barco marchaba, que nada había cambiado, que otro día más navegaban despacio hacia ninguna parte. 

Era entonces cuando reparaba en mí y me contaba historias fantásticas de otros tiempos y otros lugares, me hablaba de Argentina, de cómo en su juventud había viajado hasta allí, de lo grande que era todo, de las buenas chuletas de vaca que asaban en la lumbre y de cómo aquel viaje largo y difícil se grabó en su memoria. 

Pero a los niños solo nos contaba lo bueno, lo curioso. Apenas alguna anécdota graciosa como la de aquella negra noche en que en mitad del océano, una enorme tormenta descargó sobre el buque y su compañero de litera absolutamente fuera de sí, de forma insistente le repetía:

-¡Domingo, esto se hunde!

-¡Ay Dios mío! ¡De esta noche no pasamos!

-¡Domingo, este barco se va a pique!

Hasta que mi abuelo Domingo, harto de escucharlo y con la socarronería que le caracterizaba, acabó por increparle:

-¡Pero! ¿Es tuyo el barco? ¿No? -Pues, si se hunde que se hunda, ¡cállate ya y déjame dormir!

Aquel hombre, de profesión jornalero, viajó a Buenos Aires, con billete de tercera clase como emigrante a la edad de 28 años a bordo del buque Formosa, partiendo del puerto de Almería con escala en Dakar el 10 de diciembre de 1.910.

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No me consta cuando volvió, pero lo hizo para casarse con mi abuela, tener seis hijos, y una larga vida que serenamente terminó en 1.973.

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