Desde hacía un tiempo se venía fijando en los puños cerrados. El psicólogo infantil explicaba que Marco reaccionaba así ante los pensamientos o recuerdos que tenía de su hermano muerto.  Era un gesto de defensa ante el sufrimiento emocional. Algunos niños, para paliar ese sufrimiento, cierran sus puños pretendiendo evocar de manera subconsciente el seno materno.

Ese había sido uno de sus escasos  pensamientos coherentes durante el día. Un pensamiento tenue y acolchado, que formaba parte de un hilo muy débil que se había quedado prendido a su parcela de realidad.  La medicación era su pequeña lancha en medio del mar de desesperanza en que se había sumido desde que perdiera a su otro hijo.

Tres meses desde el accidente. Desde el horror. Nunca olvidaría las imágenes.  Y otra noche luchando consigo misma. Continuar o parar. Sola.  El frasco de pastillas. Su hijo vivo dormido con los puños cerrados. Su propia locura.

Bajó las escaleras del granero despacio hasta sentarse en el último escalón. La rodeaban multitud de trastos: la vieja bañera desconchada de cuatro patas, custodiada por un ejército de tiestos antiguos de cerámica. Aperos de labranza colgaban de las paredes como un extraño decorado.

Se puso  de pie y acercó la escalera a la ventana.  Subió y desde arriba vio el patio rectangular de paredes encaladas teñido de añil por la noche. Las plantas trepaban desde el suelo y se enroscaban caprichosas hasta su altura. Ella lo veía todo, pero no miraba nada.

Algo similar a una mano grande y callosa la arrastró con violencia. Al caer, se golpeó el hombro y un saliente de la escalera se llevó parte de la carne de su pierna. El dolor le cortaba la respiración. Esa cosa la clavaba al suelo como un insecto a su expositor, impidiendo que se incorporara.  Sentía como esa fuerza  implacable  le insuflaba una rabia creciente. Un odio dormido durante mucho tiempo se despertaba en su centro, y ella entregaba su escasa razón a esa ira.

La presión de la fuerza  desapareció de golpe, cuando su propia desesperación estaba a punto de devorarla y ese fue el detonante. Arremetió como una fiera contra todo lo que la rodeaba, se lanzó contra las paredes con una locura desatada, dejándose dañar, rompió decenas de tiestos, de porcelanas, de recuerdos, su propio brazo: su dolor.

Y poco a poco, la furia salió por su boca, como una serpiente obscena  dormida durante siglos. Ahí comenzó su llanto salvaje al principio y tranquilo después.

Cuando se limpió y se vendó las heridas del cuerpo, se metió en la cama con su hijo, acomodando su brazo roto y acoplándose a él  como queriendo que otra vez fueran uno. Lo olió, lo lamió, y con lágrimas tranquilas, se durmió.

Cuando despertó, el niño se había girado hacia ella y le tocaba la cara con su manita extendida. Todavía dormía, tranquilo, con un ronquido suave, sabiéndose a salvo con su madre. Ella también se sentía a salvo. Había encontrado tierra firme.

 

                                                     Fin

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