El abuelo me ha despertado con esa voz suave de los mayores cuando despiertan a los niños. Tengo que levantarme porque si no, luego hará mucho calor para subir, me ha dicho.
El abuelo me va contando que cuando él era joven la plaza era una charca con patos y todo.
Cuando salimos del barrio me aprieta la mano un poco más fuerte porque hay que tener cuidado que ahora vamos caminando al lado de la carretera y puede que pase algún coche.
Al llegar a las casas de los gitanos, el Cristo ya es muy grande. El dedo meñique es del tamaño de un hombre, me dice el abuelo. Empieza a hacer calor y el abuelo me pone la gorra que lleva guardada en la mochila. Él se pone su sombrero de paja. Saca también la cantimplora y echamos un traguillo porque ahora empieza lo duro.
Comenzamos a subir por la carretera en espiral que asciende hasta la cima del otero. Cuando sea mayor, me dice el abuelo, podremos subir campo a través.
Después de la primera revuelta aparecen los depósitos del agua. El abuelo me explica cómo se va filtrando desde el primero, que está lleno de basuras, hasta el último, que tiene un agua casi limpia. Nos giramos hacia el cerro para ver al Cristo. Yo casi no puedo mirar.
En la segunda vuelta nos sentamos para coger fuerzas. Un traguito de agua, una manzana y una naranja para el abuelo; un bocadillo y un yogur para mí. Desde allí, el abuelo me ayuda a encontrar mi colegio, mi casa, la suya, la de mis otros abuelos y la de todas las personas que conocemos. Son muy pequeñas, como de juguete. No miro al Cristo porque ya le puedo ver los ojos huecos.
A la tercera revuelta llegamos a la cueva. Antes vivía el ermitaño y por eso es cueva y ermita. Tiene un santo, cruces y velas apagadas. Desde aquí tiran el pan y el quesillo, me cuenta el abuelo. Este año tenemos que venir. El abuelo saca una cámara de la mochila. Dice que me gustará tener una foto de recuerdo.
Llegamos a los pies enormes del Cristo. Mirar hacia arriba me da escalofríos. Me agarro fuerte a la mano del abuelo. Me sonríe: «Es alto, ¿eh?. Un día que esté abierto tenemos que subir hasta arribota del todo y nos asomaremos por el hueco de los ojos. Así veremos lo que él, si tuviera ojos.»
Antes de empezar a bajar, el abuelo se seca el sudor de la cara con un pañuelo. Me seca a mí también aunque yo casi no sudo porque soy pequeño.
Cuando entramos en casa, la abuela me pregunta si me ha gustado el paseo. Sí, me gusta el paseo pero lo que más me gusta es que el abuelo me lleve de la mano.
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