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Vivía sola en una casa vieja cerca de la plaza en la que jugábamos al plan, a churro o a la lata, en invierno, cuando la niebla nos cristalizaba en la cara y el pelo, y los dedos hormigueaban de dolor helado  y dejábamos de jugar, entonces, vencía el miedo al patio  rezumante de humedad y oscuro, muy oscuro y la visitaba.

Se tomaba su tiempo para abrir la puerta, todos sus movimientos eran pausados, como su sonrisa, también tomaba sus precauciones, mientras abría preguntaba ¿quién es?, después dos vueltas de la llave daban paso al recibidor. Un horrible taquillón ocupaba el espacio, sobre él en la pared, colgaba un gran retrato ovalado de la boda de la tía Felisa y el tío Paco,de luto, el taquillón se completaba con una foto de Paquito de legiónario, unas rosas de plástico en un jarroncito de cristal, una foto de Ismael, el hijo muerto y la capillita de San Antonio.

Un estrecho pasillo conducía a un comedor abarrotado de muebles, objetos y recuerdos, en un rincón una estufa de leña  proporcionaba una agradable temperatura, en ella la tía Felisa asaba castañas que comíamos juntas.

 Me fascinaba mirarla, vestida de negro, bajita y regordeta, sus grandes y chafados pechos bajo la saya, con sus gafas de gruesos cristales y las cuatro hebras de pelo blanco encoloniadas hacia atrás hasta lograr un pulido moñito de guedejas.

Yo entonces devoraba tebeos y la tía Felisa era para mi la encarnación de la Abuelita Paz, tenía su mismo físico y aspectos sorprendentes como ella. La tía Felisa ¡tenía teléfono, cuando casi nadie lo tenía en el pueblo!, una viuda de guerra, con una miserable pensión, ¡tenia teléfono!

 Lo tenia para llamar a Tetuán, pues Paquito, “..ya ves el único hijo que me queda y tan lejos…” decía mirando a la consola, sobre ella desde el retrato, sonreian Paquito, su mujer Fifi, y sus cinco hijos desde Tetuán.

 A mi madre no le gustaba que fuera a verla, decía que era una bruja como las otras dos, las otras dos eran mi abuela y la otra hermana de mi abuelo, que aunque cuñadas, eran amigas.

Me gustaba verla sentada en el sillón, con la Francis de fondo, apoyada en la mesa camilla, iluminada por una lamparita “haciendo etiquetas”, la tía Felisa ya trabajaba en la economía sumergida.

“Hacer etiquetas” era enhebrar un cordón por una piececita metálica y una tarjeta, luego hacer un nudo. Cada 100 etiquetas le daban una peseta; otras veces hacía rosarios, eran más rentables, pagaban a cinco pesetas por pieza, entonces se ponía pesada y teníamos que rezar el rosario.

Cuando cumplió ochenta y seis años se compró su primer piso, un pisito de protección oficial nuevo a estrenar y lo disfrutó hasta los noventa y seis.

A mi no me parecía una bruja.

En su entierro, sin mediar palabra, a mamá le dio una bofetada la tía Amelia, su cuñada.

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