El viento zarandeaba mi ropa mientras corría para que mi hermana Adela no me alcanzara. Mi madre estaba vigilando de cerca, atendiendo a la ropa que se amontonaba en la pila. Mamá dejó su labor cuando llegó un hombre larguirucho que llevaba uniforme, quien le entregó una carta.
Conforme mamá la iba leyendo sus ojos se inundaban de lágrimas. Al verla, mi hermana y yo nos acercamos a ella. Mamá se secó las lágrimas y entró en la casa sin mediar palabra.
Al rato, apareció mi tía Emilia y el resto de mis familiares como si se tratase de una reunión. Me resultó extraño, porque no era un día especial. Todos entraron al salón menos Adela, Guillermo y yo, ya que no nos dejaron. ¡Claro, como somos los pequeños nos dejan al margen! ¡Que injusticia!- pensé. Adela sujetaba a Guillermo en sus brazos, acunándolo suavemente mientras yo ponía la oreja detrás de la puerta, intentando escuchar. Más tarde, mis hermanos mayores, Rodrigo y Emilio, salieron llorando. Emilia se acercó a Adela y a mí, diciéndonos con voz suave: – Niñas, vuestro padre… – le interrumpí inmediatamente, preguntándole: ¿Cuándo viene?- pero ella bajó la mirada y prosiguió – Él no va a venir, querida. Está en el cielo.
Pensé que se trataba de una cruel broma, ¡no podía creerlo! ¿Acaso no volvería a verle? Esperé su llegada, pero hacía semanas que se fue, así que comprendí que no volvería.
Mi madre no daba abasto con los gastos y tareas de la casa a pesar de que mis hermanos y yo contribuíamos en lo posible. Así que mi tía Emilia nos acogió en su casa, nos vistió y alimentó. Le estoy muy agradecida por ello, pero la convivencia cada vez era más difícil pues Emilia culpaba a mi madre por la muerte de mi padre, la insultaba, humillaba y la obligaba a hacer tareas. Muchas noches escuchaba como ambas discutían y gritaban, incluso oía golpes. Casualmente, al día siguiente, mi madre aparecía con un nuevo moratón.
Un día mamá desapareció y no volví a saber de ella. Según dijo mi tía, nos abandonó. El tema de conversación predilecto de Emilia, cada día, era lo irresponsable que era mamá. La convivencia no fue a mejor porque cuando mis hermanos empezaron a trabajar, Emilia les reclamaba su paga, alegando que ella les había acogido y ese dinero le pertenecía. Mis hermanos fueron abandonando la vivienda y casándose, hasta que sólo quedamos Adela, Guillermo y yo.
Poco después, Emilia presentó a Adela un hombre estirado y serio que pedía su mano. Se casaron, aunque no por voluntad de Adela. Mientras, yo seguía sin poder escapar de Emilia, pues todos los pretendientes que se acercaban, ella los echaba. Mi confinamiento terminó con su muerte y, aunque sabía que por fin era libre, ese día me sentí triste. A pesar de que me hiciera la vida imposible, ella me cuidó.
Conseguí hacer mi vida, casarme y tener hijos.
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