ECO

Delante de un hombre con jersey rojo hay una parada de autobús, a la derecha de la parada hay una tienda de ultramarinos, a la izquierda de la tienda hay un solar abandonado. A diez metros del solar, en la puerta A, del quinto piso, del primer portal, estaba nuestra casa.

Éramos cinco de familia. Una cama de matrimonio: mis padres; una mecedora de mimbre: mi abuela; una litera sin escalera: mi hermana y yo.

Teníamos un perro de ascendencia desconocida, un gato negro escondido, once gusanos de seda, dos televisores, un vídeo Beta, tres aparatos de radio y un balancín de jardín en el salón…

Mi madre se llamaba Olimpia, era locutora de radio y tenía dos voces: la del micrófono, perfecta, y la de casa, andaluza. Cuando nos regañaba usaba la primera, yo creía que era bilingüe.

Fue la primera mujer de los 40 Principales y la número uno de la lista para dos niñas, una morena y otra rubia (yo), vestidas igual, una de rojo y otra de azul (yo).

Ella era diferente, intensa, cómo su voz y su mundo. Nuestra infancia, a su lado, sin darnos cuenta, también lo fue: entrevistas y conciertos, camarones y manteca colorá, alegrías y tristezas. La cara A y B de una casa repleta de discos.

Mi madre vivió rápido, avanzando y rebobinando. La recuerdo trabajando, leyendo, escribiendo, mirando, hablando, fumando, riendo, llorando y sobre todo, luchando. Sin previo aviso un cáncer acampó en su estómago y decidió quedarse, en cuatro meses apagó su Voz… A mí me quedó su Eco.

Fue la primera para dos mujeres, hoy una de pelo corto y otra de pelo largo (yo), hoy una rubia y la otra también (yo).

Delante de una mesa blanca hay un sofá, en el sofá está mi hijo, a la izquierda de su nieto hay una librería, en el tercer estante de la librería está la fotografía de mi madre, a la derecha de la fotografía, “El Principito”, en la primera página, su letra: “Quiero regalarte tu primer libro, te lo doy hoy, día de tu nacimiento, por si no estoy cuando tengas edad de leer. Te quiere, tu abuela”.