Morochos, negros y blancos

Morochos, negros y blancos

fammexico14.jpgMorochos, negros y blancos.

Mario, vestido de marinero, trataba de olvidar los vaivenes del barco, que le había traído desde el otro lado del mundo. Le colocaron en el rincón del rincón de los hombres de la familia que no era la suya, sino la de su nuevo padre. En el momento de la foto agarró la mano a su abuelo postizo.

Su mamá Consuelito estaba en el centro con su hermano en brazos. Había dejado a su otro marido, el padre verdadero de Mario, en la otra tierra lejana, donde todos eran medio morochos.

Estaban en Orzonaga, un pueblo minero leonés. Había montes verdes, montañas negras y el ruido de las máquinas de las minas sonando. Algunas noches se oían las campanas, junto con gritos  de mujer.

Allí casi todos los hombres eran negros de noche y blancos de día.

La familia de su otro padre no bajaba a los pozos y no cambiaba el color de la piel.

Cuando terminaron de hacerse la foto se vistió de niño de pueblo y se fue a la plaza a jugar a la pelota. Los demás niños se hablaban al oído, tapándose la boca, le miraban medio raro y le decían el Cantovalín, por su apellido. No era Tasconín, como su hermano y los de la familia de acá.

Alguien le contó que no les gustaba ni su deje, ni su nombre medio de nena, ni que tuviera dos padres y mucho menos su piel un poco marrón; ni blanca ni negra.

Al atardecer volvían los hombres con las caras negras subidos en las bicicletas, cantando canciones de hombres. A veces llevaban a sus hijos con las caras negras en las barras de las bicis, desde arriba le tocaban el timbre para no pillarlo. Él se apartaba.

Los domingos volvían a ser blancos y cantaban canciones de mujeres en la misa. Su madre agarraba bien a su nuevo hermano, güerito pelón, y movía los labios hasta que se aprendió todas las canciones.

Los hombres se quedaban al fondo de la Iglesia, luego iban a la cantina. Él imitaba sus toses como si fueran parte del canto

Se quedaba con las mujeres y con su hermano.

Un día se empinó lo que pudo y bajó a la mina, confundido entre los demás. Le encajaron la lámpara en la frente, sin mirarle, sin preguntar su nombre, en medio de la oscuridad. Le pusieron a empujar un vagón con los demás. Nadie le pintó la cara, como le hubiera gustado. Volvió andando siguiendo las huellas de las bicis en el camino negro. Llegó muy de noche. Su madre le llamaba a gritos suaves, como de mujer del otro lado. Como si cantara. Y se echó a llorar al verle.

Él sonrió cuando se vio la cara negra en el espejo. No quiso volver a lavarse.       

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