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Noviembre de mil novecientos treinta. Once días separan la visita de estos niños al flamante estudio fotográfico recién abierto en Éibar, un pueblo industrioso sumergido entre los montes indomables de Guipúzcoa, como un púgil menudo entre titanes, siempre orgulloso y con fama de fanfarrón.

Corrían tiempos difíciles, tiempos de preguerra. Sólo seis meses después de hacerse estas placas fotográficas, se alzó la tricolor en este pueblo, antes que en ningún otro del país, proclamando la Segunda República y acabando con el Borbón.

Pero los niños de esta foto no parecen preocuparse de todo eso. Posan muy formales, casi demasiado, como unos viejitos aseados: sentados en el cojín, la piernita derecha ligeramente flexionada con la manita sobre la rodilla. Ese tirante derecho caído, la cabecita inclinada. Meticulosa naturalidad, una arquitectura del detalle en un decorado casi oriental.  

En sus caras se ve la inocencia inmaculada, una sonrisa un poco triste, sus miradas limpias nos dicen cosas. Él está algo asustado pero preparado, ella curiosa, divertida.

Las fotos permanecieron veinticinco años separadas, sin saber ninguna de ellas que la otra existía. Y recorrieron mundos en guerras estériles. En baúles de polvo y por caminos de barro y brea, huyendo del espectro del hambre y la barbarie del hombre. Años de tiniebla, permanecieron ocultos y olvidados.

Pero al fin, como en las películas, el amor trajo la luz. Habiendo escapado de su cárcel de papel, un día se conocieron y, al ver su misma mirada, se reconocieron. Y ahí mismo, en ese momento, supieron que debían unir sus miradas para siempre.

En su noche de bodas, hace ya sesenta años, mi madre encontró la foto de mi padre entre los enseres del ajuar de novios. Buscó la suya y las unió poniéndoles el mismo marco.

Han vuelto a recorrer mundos, pero ya juntas, en su marco compartido han sido fecundas y han extendido su mirada a sus muchos hijos y nietos. Esa mirada hoy aún, entre arrugas, es la misma mirada que nos sigue hablando del miedo, la fuerza, la curiosidad y la alegría. Y, para mí, todavía, la inocencia también persiste.

Esta no es solo una foto de mi familia, es su origen, nuestros Adán y Eva. Esta foto es el germen de todas las historias de mi familia, las que han sido y las que serán.

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