Nelson cerró la puerta e inhaló la soledad. La luz que entraba por la amplia terraza acristalada, iluminando el salón, penetraba hasta el inerte acuario que dominaba el fondo de la estancia. El mar se mostraba al fondo, sólo a unos cientos de metros, llenando el paisaje con un vistoso azul zafiro.

Silencio. Sólo silencio.

Encendió el equipo de música y se detuvo, observando a través del balcón el inmenso océano. La habitación se inundó con las notas del concierto para piano número veinte de Mozart. Abrió la ventana corredera y una bocanada de aire húmedo se deslizó por el interior de la vivienda, escudriñando los pequeños recovecos en busca de una salida. Observó las solitarias hamacas que yacían inmóviles en el lado derecho de la terraza. Se le encogió el estómago y aquella sensación de vacío le invadió nuevamente.

Volvió la mirada hacia la playa. Las olas sacudían suavemente la orilla, rompiendo con cada ataque en un sutil rugido que anunciaba el final del verano. Una bandada de gaviotas sobrevolaba un minúsculo barco pesquero en la lejanía, buscando algún resto de alimento sobre las templadas aguas. El sol atacaba con fuerza a los madrugadores y bronceados turistas, que suspiraban por su dosis de calor ataviados con minúsculos trajes de baño.

Aunque su familia acababa de marcharse, aprovechando la mañana para evitar el previsible atasco, recordó que no se volverían a ver hasta las próximas Navidades. Había disfrutado un par de semanas de la grata compañía de sus hijos, aunque los nietos ya se estaban sublevando los últimos días debido a los caprichos que les permitía el abuelo.

– Se acabaron las visitas –susurró, acompañando el comentario con un largo suspiro. La sensación de vacío regresó al recordar que estaba de nuevo a solas, en aquella casa con estancias vacías habitada por un único huésped. Aún le supuraba el dolor de la soledad. Gabriela se marchó dejando un hueco enorme en su interior y aún no se había acostumbrado a vivir solo. Aunque intentaba evitar ese pensamiento, éste regresaba a diario para recordarle que la vida nunca sería igual.

Cuando empezó a anochecer, Nelson se dirigió al Mirador De la Torre. Pasó por detrás de puerto pesquero, ascendiendo por un pequeño pinar que punteaba cada uno de sus pasos con un ligero vaivén de viento. Llegó al Mirador y observó el espectacular paisaje que se divisaba desde ese punto. Se acercó al pequeño acantilado, traspasando la fútil barrera de protección y pudo divisar la plácida arena blanca que se extendía unos pocos metros bajo sus pies. Se sentó en las rocas, mientras el olor a salitre penetraba en sus pulmones llenando sus recuerdos de aquellas puestas de sol junto a Gabriela, en aquel lugar que antaño había sido su vida, su felicidad y donde ella había querido descansar para siempre. Para siempre, junto a él.

– Te echo de menos, mi amor –suspiró, mientras unas tenues gotas humedecían su cara.

Fin

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