La Trigésima Circunvalación de Nolan

La Trigésima Circunvalación de Nolan

Mike Gonzalez

12/05/2014

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Era una TM Pavemaster del 72 con cuadro de hierro en azul eléctrico, guardabarros y cubrecadena en rojo oscuro. En realidad no era la envidia de los otros chavales del barrio montados en sus BH o alguna sofisticada importación alemana, pero así lo pensaba yo por entonces, para eso era mi bici. El cubrecadena metálico me hacía pensar que en realidad llevaba una motocicleta e intentaba imitar al patrullero Zip Nolan. Era la estrella de unos tebeos que me regaló mi abuela inglesa. Tras su fallecimiento, poniendo en orden sus papeles me encontré una foto suya. Era de mediados de los años cincuenta. En ella aparecía en un paseo marítimo de la costa inglesa, como siempre, guapa y elegante, acompañada de su compañero del que no se separó nunca, un caballero ruso de porte señorial de nombre Mijail. A todos los efectos él fue mi abuelo. Por eso mi madre me bautizó como Miguel. Aprendí a montar en bicicleta en la M-30 cuando estaba en construcción y todavía no estaba abierta al tráfico, solo que aún no se llamaba M-30 sino carretera de circunvalación. Disponía de kilómetros y kilómetros de asfalto, un  sinfín de camino alquitranado a mi total disposición. En el momento decisivo mi padre le quitó los ruedines a la bici e impulsándome con fuerza me puso a rodar. Empecé a pedalear con energía y le cogí el truco, adquiriendo cada vez más y más velocidad. Me llené de orgullo y una súbita sensación de libertad. Un buen día nuestro padre nos insistió a mi hermano pequeño y a mí en que dejáramos la bici y el triciclo en casa y le acompañáramos a dar un paseo. Para mi horror vi que mi añorada carretera particular estaba cercada de alambradas y ya no era posible acceder a ella desde el parque. Mi hermano y yo preguntamos a mi padre y contestó que pronto lo veríamos. Cruzamos la carretera por encima un puente sobre el que  estaban apostados varios policías nacionales con gruesos abrigos grises y metralleta en ristre. Nos miraron pero no nos dijeron nada. Vimos una larga comitiva de automóviles negros de cristales tintados en verde, todos exactamente del mismo modelo. Eran unos veinte, custodiados de un número similar de motoristas uniformados que no tenían ese porte heroico del patrullero Nolan. Al final del todo llegó un Rolls Royce a unos treinta por hora y los policías apostados en el puente hicieron un saludo militar. “Es un Rolls, un Phantom IV” -dijo mi padre-“¿Sabéis quien va dentro no?”.  Mi hermano no pareció darse cuenta pero yo sí. Era el causante de que ya no pudiera circular por mi carretera personal, por él tendría que contentarme con los límites del parque esquivando a los perros y a otros niños. Un par de años después el hombre en cuestión falleció, en su cama y por su avanzada edad como un faraón y le enterraron, por supuesto, en una especie de gran pirámide con una cruz en lo alto.

 

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