Caminaba con paso firme mientras mi padre le hizo esta fotografía a traición. Certera en sus movimientos y decisiones, la velocidad era un rasgo característico en ella cuando se dirigía a todas partes: cuando nos despertaba cantando ‘La llorona’, o al preparar la comida, o mientras limpiaba la casa; también cuando iba a misa y, más que nunca, a la escuela. A ella no le gustaba decir que era profesora en un colegio; le gustaba ser maestra de escuela.
Al delantal, la plancha y la sartén se sumaron la máquina de escribir, la tiza y el papel calco con el que preparaba los controles de evaluación. También el paquete de ducados y los termos de café que fueron compañeros inseparables de fatiga. La fatiga de ser madre, ama de casa y trabajadora.
Que todas las madres son maestras es un hecho incuestionable. Maestras a la hora de encaminar nuestros pasos, en procurar sembrar nuestros logros aunque sea a cambio de recoger fracasos y sinsabores. En nuestro caso nuestra madre asumió la condición de maestra por partida doble en sentido literal. Ella cargó con ese cometido sin rechistar. Y no por ser sumisa, sino inconformista con un entorno en el que no terminaba de estar bien visto que una mujer con cuatro hijos saliera de casa para traer el dinero.
Mujer católica, rebelde y luchadora, siempre defendió la injusticia cometida con el personaje bíblico de Marta, la hermana de María y Lázaro, reprendida por Jesucristo por dedicarse a atender a su invitado disponiendo para que todo fuera de su agrado mientras María atendía a la palabra de Dios.
Poco antes de jubilarse el alzhéimer se presentó por sorpresa. A traición, igual que aquella foto inocente de mi padre, quien se convirtió de la noche a la mañana en involuntario amo y señor de su casa. Una visita sin aviso, como la de Jesús a Marta en la parábola del Evangelio, que entorpeció sus movimientos y que la sumió en un silencio cruel. Pareciera como si el destino hubiera querido que ahora jugase el papel de María y se dejase de preparativos ante visitas inesperadas, de estar al pie del cañón y solucionar los problemas. Era hora de contemplar.
Pienso si realmente ha sido necesario pagar un precio tan elevado. Mientras la miro sentada bromeo con ella sobre alguna anécdota del pasado.
Sonríe.
Y lo hace con misterio y dulzura. Con la misma mirada intensa que muestra en la foto tomada hace tantos años. La misma que sirve de vínculo con su presente para enlazar toda esa maraña de recuerdos y vivencias que se niegan a desaparecer por el sumidero del olvido.
Sonríe. Con el misterio irresoluble de saber qué ocurre dentro de su cabeza y, a la vez, con la dulzura del cariño de una madre.
Eleva los ojos. Su mirada es imperturbable y serena.
FIN
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