Lo Tenebroso

El panteón tenía en el centro varios peldaños que bajaban al interior. Alrededor, las tumbas. Había una vacía.  A mi lado la figura imponente de tía Luisa: grande, vestida de negro, el pelo blanco. Las dos mirábamos los sepulcros.

-Qué ganas tengo de estar ahí dentro.

A los nueve años escuchaba a los mayores en silencio. La miré. A medida que el espanto  disminuía, creció el asombro.  Hacía sol. Era un día de verano, de esos que animan a vivir, a respirar todos los perfumes del pueblo, a asomarse a la cuesta de San José y ver las montañas azuladas de la sierra de Cádiz; pero ella quería estar muerta y  enterrada en aquel hueco blanco.

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Alcalá era la alegría hecha pueblo. Pero tenía tinieblas. Y la mayor de todas era la vida de tía Luisa. Era rica y había sido una niña mimada. Lo había tenido todo. Luego se casó y crió ocho hijos.

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Todos, uno por uno, fueron muriendo de tuberculosis. Por lo visto eran jóvenes guapos. El pequeño tenía un pelo negro brillante que le caía sobre la frente y una vez dijo:

-El año que viene me toca a mí.

El marido sucumbió, como todos, a la enfermedad. Todos desaparecieron menos tía Luisa. Su vida se alargó como un castigo y ella ya sólo se dedicó a llorar. Escondida en su casa, alejada del mundo, nunca más disfrutó de los jazmines en los patios, de los atardeceres en la Alameda, de las teleras de pan moreno, ajena para siempre a los placeres de la vida en el pueblo.

Ya existía la penicilina. Había medios para vencer la tuberculosis. Las razones por las que tía Luisa no puso remedio a una tragedia tan espantosa están perdidas en el interior de Lo Tenebroso.

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