CIEN AÑOS Y UN AMOR ETERNO – MEMORIAS DE MI MADRE

CIEN AÑOS Y UN AMOR ETERNO – MEMORIAS DE MI MADRE

Marietta Ekici

10/05/2014

capitan_francisco_ruiz.pngEl Capitán Francisco Antonio Ruiz Vargas, temible y bravo guerrero de muchas batallas tenía su talón de Aquiles. Su debilidad se llamaba Carmelita Rojo. Le enviaba a su amada notas cortas de amor, desde el frente en una tarjeta postal con su imagen. Siempre, en su traje militar con su sable tinto, su barba y su bigote bien cuidado. En sus cartas de amor le escribía:

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Sé que no necesitas de mi retrato para recordarme, pero si para consolarte de mi ausencia, la que da esperanza a tu esposo que de veras te ama; por eso desea i espera al tuyo.  

Francisco Antonio Ruiz, 1881«

Contaba mi madre que su abuela le relataba que cuando el temible Capitán llegaba a su casa, la bella y delicada Carmelita, lo recibía con amor. La casa de su bisabuela quedaba en una calle empedrada de edificación muy antigua. Le decían la pajarera. Ahí, en esa casa de madera vivían ellos. Cuando mi madre era niña, ya Carmela Rojo era muy mayor. Cuenta que ella a sus entrados años era una mujer grande, y robusta marchita por el paso del tiempo, a la que apodaban  «La Gringa». Extraño era todo en ella, sus zapatos de grandes hebillas, sus vestidos largos hasta los tobillos, sus refajos de lana, y lo más singular aún, sus calzones hasta la rodilla. Bajaba por esas escaleras de madera hacia su cocina, envuelta en un enorme delantal. Encendía la lumbre en el brasero, y montaba la tetera.

Mi madre que a veces visitaba la casa de sus bisabuelos veía admirada como la amada Carmelita Rojo ordenaba al valiente Capitán de muchas cruzadas, y medallas de oro, arremangase el traje, ponerse el delantal, sacar el olvidado y polvoroso sable, e ir a la guerra al corral. Pero, se maravillaba, aún más cuando el Capitán obedecía sin inmutarse, con ojos de amor eterno a su Carmelita Rojo, en una época, bella dama de una era perdida que a mi madre de pequeña, le parecía una abuelita bastante vieja y fea, y se asombraba que su bisabuelo la siguiese viendo con ojos de amor imperecedero, bella y delicada doncella como ella lo había sido en un tiempo pretérito, ya perdido de cien años, y un amor eterno.

 

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