En una sola vida se pueden vivir varias vidas… O eso es al menos lo que nos gusta pensar a algunas personas. Y hubo un personaje que protagonizó una de ellas, era alto, delgado, con mirada inevitablemente oscura mirando desde el fondo de aquellos ojos hundidos en sus cuencas, pero entonces no presté atención a este detalle. Elegí poner mi atención en aspectos menos inquietantes.
Le conocí un sábado de febrero, en un grupo de amigos seguidores de Gandhi… Y en mayo nos casamos. A los veinte años no se me ocurrió que fuera más prudente esperar…
Cada mañana, después de hacer yoga, se sentaba en la postura de loto y seguidamente, dedicaba cincuenta minutos a meditar. Decía que la hora del Brahma Murtha era la mejor por su especial silencio. Al amanecer y al atardecer, dos veces al día, asiduamente y durante los doce años que estuvimos viviendo juntxs. A menudo me recordaba la gran cantidad de “elefantes dormidos” que tenemos en nuestra mente…
Su alimentación era vegetariana, decía que por respeto a la vida de los animales y regularmente iba dándose un paseo, cuando todavía existía el pan integral de El Tigre en Madrid, a por varios moldes. Los martes al rastrillo del barrio a por frutas y verduras.
Buen artesano de la madera, se dedicaba a hacer cofrecitos policromados, pintados a mano y tablillas con afirmaciones de Khalil Gibran para vender en la plaza de los artesanos. Y cuando le salían encargos, también enmarcaba cuadros… Poco más.
Nuestra vida transcurría apaciblemente, hasta que se empezaron a despertar sus “elefantes dormidos”… Fue algo muy gradual que empezó como un inocente juego de fuerzas, en el que inevitablemente, siempre perdía yo. A él debía de parecerle muy divertido y no le importaba el desolado estado de ánimo en el que yo me quedaba.
De esta forma y sin darme cuenta, mi autoestima iba deteriorándose, fueron perdiendo valor mis opiniones e instaurándose el poder del más fuerte. Ya no eran juegos de fuerza inocentes porque si no estaba de acuerdo con él, de nada servían mis argumentos. Solía decir que yo era la chispa que encendía la llama, me hacía sentir culpable pero yo le perdonaba cada vez creyendo que aquellos ataques de agresividad verbal y física, eran debidos a que estaba pasando una mala racha y que de la misma forma que habían venido, desaparecerían.
Así pasaron cuatro largos años en los que llegué a temer por mi propia vida, hasta que por fin me di cuenta de que aquello no iba a ir a menos. Con un estado emocional lamentable y devastada psicológicamente, no encontraba fuerzas suficientes ni para tomar la decisión de separarme. Necesité la ayuda de una amiga psicóloga con la que estuve haciendo terapia géstalt durante meses. No se lo conté a nadie más.
Cuando conseguí reunir las fuerzas necesarias para tomar las riendas de mi vida y al fin, aquel hombre salió de mi paisaje mental, ¿quién puede afirmar que no naciera de nuevo?
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