La decisión de Marie

La decisión de Marie

Aquel febrero Marie regresó a Marsella unos días antes del funesto episodio familiar. Gastó todos sus ahorros en comprar un billete de tren y unos zapatos nuevos, escribió unas letras a mi primo François avisando de su llegada y él le reservó una habitación soleada en la casa de la playa.

Llegó al concierto con mi tía, estaba radiante, lucía un vestido sobrio y ninguna joya, sus ojos negros brillaban más que cualquier gema que hubiera podido elegir. El violín de François no pudo embaucarme aquella noche porque Marie estaba allí, dulce y perfecta. Al final de la representación todos tomamos un cóctel. Recuerdo especialmente aquel detalle: François la invitó a la cena de aniversario de sus padres y mi tía se revolvió entre sus veinte kilos de más, tratando de encajar la ira que le mordía el costado. Por suavizar el momento, hice un comentario jocoso acerca de la pajarita que me anudaba el cuello. Marie aceptó la invitación dubitativa, temiendo seguro la cadena de reacciones de mi tía.

Durante la siguiente semana la visité a diario, tenía la excusa de servirle como cicerone, mientras mi primo asistía a sus ensayos. Un día mi tía se unió a nuestro paseo, solo para dejarle claro a Marie que no era bienvenida en la familia. Usó su sonrisa fingida, una máscara ensayada para dar las malas noticias que yo conocía a la perfección. Marie, obviamente, no.

Nos reunimos para cenar el sábado. François había preparado un discurso para pedirle compromiso aquella noche. Nunca llegó a leerlo. Dieron las seis en el reloj, la chimenea estaba encendida y yo sorbía despacio mi coñac, disfrutando el momento. Marie se había sentado en la butaca gris y charlaba alegre sobre sus hermanas, mientras mi primo escuchaba embelesado. Fue la última vez que la vi reír. Solo me quedó de ella la fotografía que tomé aquella mañana, años después borré con rabia su boca porque le robaron la voz para siempre, se la robó mi tía, como también robó la ilusión de vivir a su hijo.

Me había escondido para fumar junto a la puerta del jardín y lo escuché sin querer: “Nunca te casarás con él. Callarás cuando él te pida matrimonio, o me encargaré de echaros de nuestra casa de Sevilla. La guerra ha hecho mella en España y, como sabes, estáis de prestado. Tu familia lo puede pasar mal sin techo y sin trabajo. ¿Entiendes lo que te digo?” Marie lo comprendió perfectamente, y cuando mi primo propuso el brindis, ella se levantó despacio, lo miró triste y se marchó sola. El silencio nos aplastó a todos. Él la siguió, nunca supe si hablaron.

Hacia media noche, pasé al salón a tomar una última copa. Hacía frío, el fuego se había apagado, François estaba sentado solo, mirando al vacío. Le pregunté algo, pero no contestó. Nunca más contestó a nadie. Se retiró a un silencio voluntario desde entonces y jamás volvió a hablar. El François de siempre había desaparecido con Marie. FINMarie.jpg

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