La mirada del abuelo Anselmo

La mirada del abuelo Anselmo

Julia Perasso

10/05/2014

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El hombre, con mucha dificultad, se acomodó en el sillón de mimbre. La mujer se sentó y le acercó la taza de té. Los dos tenían las manos descansando en los apoya-brazos. Miraban hacia adelante, hacia la calle.

Ella comenzó a hablar de los hijos, de las dificultades que tenía para estar al día de las novedades, viviendo tan lejos como vivían. Las hijas escriben pero cuando los niños lo permiten, ninguna piensa en nosotros, que quedamos tan solos, nadie por el momento piensa en visitarnos. Los muchachos por suerte tienen trabajo, sí, no nos podemos quejar, la mayoría se ubicó bien, bueno, a ellos los entiendo, trabajan mucho. Me gustaría estar más cerca de los nietos, pero me basta con saber que están bien. Ellos saben que estamos tranquilos acá en el pueblo, que vos disfrutás del retiro, que ya tus ojos y tus manos pueden descansar. Pensé en encargar unos vestidos para mandarles a las muchachas, ya que no vienen. Podríamos también mandar unos trastos que no usamos, alguno de ellos seguro que lo aprovecha. ¿Y el piano? ¿Pensaste qué hacer? Ya no lo usás, los otros instrumentos se los fueron llevando ellos, de a uno, pero el piano…¿Y si lo mandamos a la capital? Con la radio nos arreglamos. Yo sé que te gusta que esté aquí porque pensás que algún día van a volver a tocar todos juntos, aunque no me lo decís. Estuve pensando sobre la conveniencia de alquilar el local que ya no se usa. ¿Lo hablaste con los muchachos?

Él miraba hacia adelante, su vista rozaba las paredes del negocio, ahora vacío, pasaba por las casas de la vereda de enfrente, donde vivían varios de sus paisanos, seguía hacia los campos sembrados de buen trigo donde supo trabajar con sus brazos jóvenes. Ahora se alejaba a la vera de las vías del tren, llegaba a la gran ciudad donde estaban las voces, las risas y cantos, pero no veía a nadie. Siguió camino hacia el puerto, allí, el murmullo incesante de tonos conocidos, de esperanzas compartidas, de miedos y soledades. Siguió, mar, mar y más mar y luego el pueblo, el pobre pueblo y aquellos ojos llorosos que lo despidieron, pero no veía a nadie.

La siesta de ella se malogró con un ruido seco y un escalofrío.

Entró en el cuarto de los muchachos y lo encontró en el suelo a él y al arma que nunca había visto en la casa.

Fin.

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