Soy Boabdil, hijo de Muley-Hacen, rey de Granada, y de Fátima. Mi madre fue relegada de su posición de favorita cuando el rey conoció a Zoraida. Indignada por el agravio y enloquecida por los celos, me incitó a arrebatarle el reino que él dirigía con tanta inclemencia. El reino que tanto amé y que tuve que entregar a los reyes católicos para poner fin al cruel exterminio.
“Llora como una mujer por lo que no has sabido defender como un hombre”, me reprochó mi madre cuando abandonaba La Alhambra.
Y aquellas lágrimas, que me parecieron las más amargas que jamás podría verter, no serían las últimas ni fueron tan dolorosas como las que derramé al mes siguiente en Mondéjar. Allí daría sepultura a quien amé todavía más que a Granada: mi esposa Morayma. Aquella noche, en la que todos los astros salieron a despedirla, deposité sus restos bajo un montículo de arena blanca que resplandecía con sus destellos. Desde entonces, he vivido torturado por la ausencia del único ser que hubiera podido hacer soportable mi destierro.
Una tarde, mientras deambulaba cabizbajo por las afueras de Fez, sentí una brisa acariciando mi rostro como sólo podían hacerlo las manos de Morayma. Sobresaltado, me detuve y descubrí un gran montículo. Un montículo de arena blanca y brillante como aquel bajo el que yace mi estimada esposa.
Abatido por el recuerdo de su cuerpo sin vida, caí al suelo y me recosté sobre la duna. Su cálido contacto me produjo tal consuelo que, desde aquel día, he pasado todas las noches junto a la duna de Morayma. Allí he esperado inútilmente volver a sentir aquella brisa. Allí he creído descubrir su mirada entre las estrellas. Allí he escuchado el silencio buscando su voz. Allí he recordado sus palabras, aquellas con las que calmaba mis temores, alegraba mis desdichas y perdonaba mis desmanes. Las palabras con las que ahora me hubiese guiado para soportar su ausencia. Allí he deseado la muerte para regresar a sus brazos y allí he llorado a Morayma durante cada una de las noches de mi larga vida. Hasta hoy.
Hoy salgo hacia el desierto para enfrentarme a la espada enemiga y lucharé sin descanso hasta que me envíe de nuevo junto a ella.
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