Buenos Aires. Argentina. 1950.
En aquella época yo no era más que una niña. Debía tener diez o doce años. Ahí salgo, sentada en primera fila, con cara de póker y un lazo en el pelo. Estaba emocionada con la idea de asistir a mi primera despedida de soltera. Había soñado tanto tiempo con este momento. Todas las mujeres de nuestra familia reunidas por fin.
Parecía una convención internacional. Habían venido de Estados Unidos, del Uruguay, de Francia, incluso del Líbano. Primas, tías, hermanas, sobrinas, cuñadas. Todas habíamos emigrado con la promesa de encontrar un mundo mejor para nosotras y nuestras familias. La situación en Buenos Aires era muy difícil y no teníamos más opción que intentar ganarlos las habichuelas en otros países. Una a una fuimos dejando todo atrás, con dolor y con mucho miedo, pero con la esperanza de lograr una vida mejor. Mis madre había emigrado a España. Después de que papá falleciera, decidió mudarse con nosotros a Madrid a casa de una tía. Trabajaba en un taller de costura que había cerca de la Plaza de las Descalzas. Ahorró durante varios años para poder regresar a casa con mi hermano y conmigo. Y allí estábamos, por fin, en la boda de mi tía Esmeralda.
Sí, se casaba. Por fin, a la vejez viruelas. Ya no era tan joven pero seguía siendo tan hermosa como yo la recordaba. Su pelo negro ondulado, sus hermosos ojos verdes y una sonrisa que era capaz de convencer al mismo diablo de que hiciera lo que ella quisiera. Su futuro esposo era la oveja negra de una familia holandesa muy adinerada. Ingeniero naval de profesión, siempre pululando por el mundo en busca de nuevas aventuras. Después de la boda partía para La Haya, donde tenía un proyecto muy importante con una naviera alemana. ‘Marina’, me dijo mi madre. ‘Siéntate derecha para la foto. No queda bonito que una chica salga encorvada en la foto’.

De ahí mi cara, como diciendo, ‘sí, mamá, sí’. Imagino que ya entonces era una rebelde y me encantaba desafiar a la autoridad, en este caso mi madre. Pero más tarde en mi vida, descubrí que esa fue una constante y que desafié a todos y cada una de las personas que me dijeron que tenía que hacer algo, solo porque sí.

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