Mi madre me abandonó en un tren recién cumplidos los tres años. Rosario, que así se llamaba,  estaba embarazada de nuevo, pero yo no lo supe hasta después de mucho tiempo. Ni siquiera sabía que fui una niña abandonada y que mi madre no estaba muerta como me repetían mis tíos una y otra vez hasta que dejé de preguntar por ella y desistí de encontrar a alguien a quien poder llamar madre. Mi padre había muerto un año antes en el casino, con las cartas en la mano. Un infarto fulminante acabó con su vida allí mismo y se desplomó sobre la mesa donde jugaba al julepe con sus amigos. En el mismo instante que Jaime, mi padre, caía, la tía Rosita, artista de revista, entraba en el estudio del fotógrafo del barrio de Barcelona en el que nací. Mi primer recuerdo es el de esa fotografía, un rectángulo de papel que conservo casi intacto. Llevo un vestido corto, sin mangas, de color claro, calcetines y zapatos también claros y un gorrito anudado con una cinta de raso. Una cadena y una medalla con la imagen de la virgen rodean mi cuello. El fogonazo de luz del retratista anticipó todo, como en uno de esos ejercicios escolares en el que la maestra pide a sus alumnos que describan a un personaje. Ahí estoy yo, la virgen a la altura del ombligo, mirando al futuro con asombro en una imagen congelada tanto tiempo y, sin embargo, tan certera.

 

Era septiembre de 1932 y a las nueve de la mañana partía el ferrocarril de la estación de Francia con destino a Tortosa, adonde llegaba después de casi seis horas de trayecto. Veo a mi madre entrando en la estación, su mano agarrando con firmeza la mía, y con la otra sujetando un pañuelo de cuadros café con leche y negros donde había puesto unas mudas y mi retrato. La observo mientras escruta cada rostro de los viajeros, mientras busca a alguna mujer con niños que le devuelva una mirada que le inspire confianza; la contemplo mientras pregunta con la esperanza de dar con alguien que vaya a Tortosa. Recreo la escena e imagino a mi madre con los ojos llorosos, buscando en  todos los vagones a algún vecino del pueblo, deseando no toparse con ninguno para no tener otro remedio que quedarse conmigo y ya le diría a su novio, ya le explicaría por qué volvía con la mocosa a casa. Si hubiera podido saber que no iba a ver a mi madre nunca más hubiera podido atrapar algún olor de su piel, o el color de la tela de su vestido, o retener en la memoria el brillo del miedo en sus ojos y su color. Algunas noches me despierto sobresaltada y me pongo a coser en silencio, o a planchar hasta que amanece, envuelta todavía en un sueño en el que Rosario me abandona en algún lugar húmedo y oscuro. Y entonces comprendo que mi madre no lloró.

FIN

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