Es el día de la fiesta del pueblo, a la yaya ni se le ocurre salir. Ella atareada con los fogones ya tiene bastante y al sol impoluto se fotografían  los hijos y nietos que componen la unidad familiar, con algunos amigos invitados. De todos ellos  quedamos Aurorín, la chica de la guitarra  y yo,  la pequeña que desde los brazos maternos miro curiosa quizás al objetivo de la cámara, quizás un perro que ladra. ¡Qué más da!

 La hora es  imprecisa, la rondalla musical inexistente pero la guitarrista anhela, ya entonces,  no perder  el protagonismo que estima,  le pertenece.

Ni hecho adrede, estoy por primera vez en la calle, y  soy la barrera entre la mudada armonía familiar y mamá, la cenicienta de zapatillas y delantal. No tiene príncipe, la ha abandonado.  En la mirada soslayada con la que atiende al fotógrafo,  refleja el malestar de sentirse culpable y culpabilizada por una semilla que germinó sin ninguna traba en un vientre amargo y virgen. La naturaleza es extraña y el origen de la vida una obra de ingeniería química, bioquímica que nos sorprende…  Otro ¡Qué más da!

En el resto, agrupados y uniformes,  vestidos de domingo, no logramos distinguir a los dos mozos de  la capital de las caras campesinas curtidas al sol, a no ser por los picos de la camisa y el vértice intuido de un chaleco bajo la americana. Mi futuro padre y aspirante a “dandi”, según las malas lenguas,  lleva corbata y un cigarrillo colgado en los labios y mira al frente con socarronería. Anda imbuido en un traje crecedero que a lo mejor es prestado, pero que despunta casi en el extremo izquierdo de la foto junto a mi madre  en el derecho, quizás unidos por un hilo invisible, en ese instantáneo halo de luz veraniego. ¡Qué más da!

 La tía Mercedes vestida  de oscuro aun no sabe que el negro es el color que le ha marcado el azar. Será éste, aliado con la genética, quien se llevará a los dos niños,  sus niños, los que  en el clic de la foto apenas logran esbozar una mueca por sonrisa. Fue la falta de su entusiasmo, de su amor por la vida las que provocaron en mí una transformación que nadie se molestó en entender. ¡Pobre tía Mercedes! Menos mal que nunca llegó a saber que por marido tenía un pobre hombre que buscaba migajas en el abuso. ¡Qué más da!

 Los tíos carnales o no, con amplia testa y nariz potente, con camisa blanca y chaquetas lisas, tímidos y jóvenes sonríen porque toca sonreír, porque han ganado a las cartas, porque han comido bien. ¡Qué más da! Da, que de ninguno de ellos, yo que escribo estas notas,  pude percibir una nota de amor a pesar de la pasión que puse en el intento.escanear01432.jpg

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