abuelo.jpgCuatro pisos, cuatro paradas. Mi abuelo resoplaba sentado en el banco triangular dispuesto en cada descansillo. La cachava entre las piernas, el sombrero en la mano y consultando su reloj de bolsillo. Un cura, una monja, un héroe de guerra y un deficiente mental, esos fueron cuatro de sus hijos, pero tuvo otros tres más, sus hijas, casadas con los “tres infelices”, como el los llamaba. Mi abuelo se quedó sólo con los siete cuando murió su mujer. Me fascinaban los cuellos postizos, almidonados, que se unían a la camisa con un botón de oro o de hueso. Con frecuencia le preguntaba la hora para verle sacar su reloj, atado con una cadena de oro a un ojal del chaleco. Con un gesto ¡plas¡ se abría la tapa y «las once y cuarto». Aún quedan tres pisos, tres ahogos, tres charlas con el nieto, que achacaba su lentitud a que estaba un poco gordo, no a que era viejo. Tuvo que buscar rápido una nueva mujer, había que ordenar aquella casa con tres de servicio doméstico y siete niños. La elegida, la vecina del tercero, “Carrete”, ya talludita, quiso hacer valer su autoridad, pero sólo consiguió enemistarse con todos. Me fascinaba su dentadura postiza, que se le caía al reír, doble motivo de risa. Su pasión era la pintura al óleo, lo recuerdo con su paleta y su vara de apoyo, el tiento. Firmaba, en un rasgo de humor, con una colilla, porque decía que él no valía nada. Al héroe lo mató el “fuego amigo”, una bomba de artillería de su propio bando quedó demasiado corta. Murieron todos. A mi madre tuvieron que buscarle un ama de cría, una especie de surtidor de leche maternal, que la alimentaba en detrimento de su propio bebé. Todavía no se había inventado el «Pelargón». Mientras mezclaba colores en su paleta, yo emborronaba un cuaderno de dibujo con mis ceras. Intentaba dibujar colillas, pero sin resultado. Andando el tiempo, encontraría, en un rastrillo, una colilla pintada por mi abuelo, sí, seguro que es suya. La cachava le servía para afianzarse antes de subir el siguiente tramo. Traje, chaleco, sombrero, cuello, reloj. No podía salir a la calle sin ellos. El deficiente mental era propenso a la bebida y trabajaba repartiendo paquetes con una carretilla. Un día bebió tanto que perdió los albaranes. Le echaron de la empresa de transporte. El disgusto contribuyó a su muerte. Era un hombre querido y débil. «Carrete» le sobrevivió largos años y seguía poniéndole la comida al cura, pero continuaban sin hablarse. La monjita murió, en su convento de clausura, sin conocer este mundo, pero confiando en que habría otro en el que podría ser, al fin, feliz.

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