Recuerdo algo, un recuerdo sin marcar en los calendarios a pesar de ser uno de esos días en los que la infancia se te jode un poco. Sé que me pasó a mí, pero lo veo como si estuviera usurpándole la vida al personaje de una película. La única diferencia es que los recuerdos se extienden ante mí, la cámara está insertada en mis ojos y todo lo que miro es lo que poco a poco se va grabando en mi memoria.

Hay una niña, tiene el pelo largo y lo balancea al dar saltos, tendrá más o menos mi edad y yo pienso que quiero tener el pelo como ella, ser como ella y saltar alegre, con una felicidad intacta. Entonces se abre el plano y veo que estamos jugando en un patio y que por el suelo ruedan castañas y se arremolina el polvo. Hay algunos problemas en casa, asuntos feos y gordos de mayores, sé que no me los quieren contar porque sólo soy una niña, pero se respiran en el aire como las acelgas de las vecinas  en el patio.

Entonces llega mi abuelito: me acuerdo muy bien de él, de lo bien que olía, de sus ojos empañados y su boca entreabierta, de sus manos cuidadas y viejas, de lo mucho que me adoraba. Lo veo llegar de lejos, apoyado en un bastón pero con la cabeza erguida y una sonrisa reposada. Se va acercando despacio, muy contento, y nos mira jugar.  Viene a mí, y estoy deseando que llegue y me acaricie la cabeza o que me dé unas palmaditas en la cara y me devuelva a un juego despreocupado de niña, a una realidad sin manchas negras. Cuando se detiene a mi lado le agarro la chaqueta, levanto mucho la barbilla para mirarlo, es un hombre grande todavía, y entonces, con una voz muy suave, me dice: “¿Has venido a jugar con mi nieta?” 

FIN

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