YO
Sonó la campanilla, señora las Hermanitas de los pobres, dijo la tata asomada al rincón de la galería, que pasen, no te escapes nena, ya sabes que les gusta verte, sonrió mi madre. Entraron dos monjas, la hermana María vieja, llena de aspavientos y un enorme lunar con pelitos en la barbilla; la otra, desaparecida a su lado, joven, de suave sonrisa y silencio.
La anciana charloteaba con mi madre, contándole qué viejos habían estirado la pata, curiosamente las viejas parecían no morirse nunca. La monja joven y yo calladas, ella sonriendo, yo aguantando.
Al fin madre sacó del buró un sobre, metió dinero y se lo dio a la hermana María, que lo guardó en las rendijas del hábito. Se despedía, no me había hablado y yo empezaba a respirar, pero ya en la puerta, ay qué alegría ver a mi tocaya, ven a darme un beso Mariquilla, cuando estés en el Convento, serás tan feliz como yo, la monja oscilaba alegremente su toca, la besé por encima del lunar y me volví. Salieron mi madre y la monja, la hermanita sin nombre me miró mientras salía atravesando la cerrada puerta.
Quedé tiesa, madre volvía, ¿qué te pasa?, no te agobies, no tendrás que irte al Convento, me sacudió, ¡nena! tampoco tenías que besarla, al fin hablé, ¿quién era la otra monja?, madre se sorprendió, ¿qué otra? la que la acompañaba ha enfermado y ella siguió sola el recorrido. La angustia me atrapó, ¡no estaba sola! con ella iba una que se parecía a…, me vi reflejada en el cristal del cierro, y con ahogo terminé la frase… a mí.
Años después mi padre se presentó a oposiciones a Notario en la capital, parecía que las iba a perder, pero ganó por los pelos, nos marchamos del pueblo, entré en la Universidad y recién cumplidos veinticuatro abriles acabé la Carrera, mis padres me preguntaron qué quería de regalo, volver al pueblo, dije. Me pagaron viaje y estar en hostal una semana, reencontré amigos, anduve calles, entré en casas, Iglesias, Casino, reviví.
Un día fui al Barrio Alto, la parte del pueblo que menos conocía. En un portalón dando a un patio, unos viejos con botes de colillas hacían cigarrillos, las campanas de una capilla abierta al fondo doblaban a muerto, me acerqué y los vejetes me miraron con ojitos guiñando, ¿este es el Convento de las Hermanitas de los pobres?, pregunté, sí, como nos cuidan ya ves qué guapos estamos, presumió uno de ellos, mientras los otros tosían de risa; el campaneo será porque se les ha ido al cielo algún amigo, dije, no, ha muerto una monjita, todos se superponían hablándome, era muy joven, acababa de cumplir veinticuatro años, sí, en mayo, no, en abril, alegre, pero con mucho genio, hija de un Notario que lleva más de veinte años aquí, mira ya sale el cortejo de la capilla.
Eché a correr, no podía soportar ver a mis padres llorando detrás de mi ataúd.
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