Un viejo amigo, pocos días antes de morir minado por una larga enfermedad que había matado también de forma prematura a anteriores generaciones de sus ancestros, me escribió para despedirse, muy feliz por algo que le había sucedido.
En primera instancia le atribuí a mi amigo la imagen que acompañaba su carta, a pesar de que el tono, el tema, cierto descuido técnico impropio de él, en fin, todo distaba bastante del conjunto de su obra artística, que yo tan bien conocía y admiraba.
Mi inicial perplejidad pronto fue sustituida por una intensa emoción. Se nublan mis ojos al recordarlo; hace tan sólo unas semanas que recibí la confirmación de su muerte en un hospital de Tokio. Quizás les interese la aclaración: ante el desenlace inevitable, mi amigo se había gastado hasta su último céntimo en un viaje a Japón, con la excusa de ir a beber sake y depositar unas flores junto a la tumba de Yasujiro Ozu (cineasta que representaba una de sus rarísimas concesiones al culto a la personalidad). Todo se explica mejor mirándolo de esta forma: odiaba las despedidas y puestos a morir prefería hacerlo en un rito de compañía y complicidad con otro muerto que en vida hubiese sido indiscutiblemente simpático.
Bajo el paraguas de aquella imagen, mi amigo me contaba que su hijo, aún muy joven, había inaugurado recientemente su independencia alquilando una pequeña buhardilla en el barrio madrileño de Malasaña. A pesar de su debilidad, había insistido en visitarle.
Lo primero que vio al entrar, mientras abrazaba a su hijo, fue esa imagen, colocada en la pared de enfrente, a gran tamaño, emparedada entre dos estrechas columnas de estanterías repletas de libros, entre los que había muchos que una vez habían sido suyos.
Al finalizar el abrazo, su hijo, sensible al desconcierto que creía reconocer en la mirada del padre, le explicó (puedo imaginar que con el inconfundible acento porteño que había incubado durante sus años de adolescencia en Buenos Aires al cuidado de su madre):
—No te preocupes, viejo, no hay morbidez en mi gesto. Esas piedras donde el tiempo borró hasta la última letra, son aún vestigio de personas que existieron. Su último guiño de resistencia al olvido. El único rastro común que une y ordena a estas piedras nos dicta, invisible pero certero: aquí yace quien fue un ser humano. Son, viejo, mis antepasados. Lo serían de cualquiera que se quisiese definir a sí mismo como ser humano. Tú me enseñaste a pensar así. Al tomar estas imágenes me acordaba de ti. Siempre me acordaré de ti al mirarlas.
«Al concluir me abrazó de nuevo. Un abrazo prolongado y tan tierno que mientras duró me hizo sentir que éramos una misma persona. Sólo había sentido algo semejante alguna vez durmiéndole en mis brazos cuando era un bebé.
Esta vez el bebé me tocó ser a mí.»
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