Ya en la orilla nadie quería cruzar el río; cruzarlo les arrancaría el pasado. Pero la tierra que los parió ya los había arrojado de sus entrañas justo ahí, en el linde de la frontera. Iniciaron el viaje en silencio y esperaron el anonimato de la noche para dejar que las lágrimas por sus amados surcaran sus rostros.
Camino a la frontera, se cobijaron del frío de la noche con relatos sobre sus pueblos. Pero cuando se toparon con el mar, la tristeza de estar lejos tomó su verdadera inmensidad. Mirando el mar, el sueño atrasado los entregó a la arena y soñaron a sus abandonados. Se despertaron con la nostalgia calándoles por todos lados.
Al llegar a las faldas de la sierra, la vieron tan árida y rocosa que de inmediato encaminaron sus sueños a volver atrás con los suyos. Pero sometidos al paso del tiempo, construyeron moradas y abrieron veredas. Imitaron su vieja iglesia y emularon los rituales para no olvidar su sangre.
Un día pescaban y surcaban la tierra, otro día agarraban sus pertenencias para regresar. Con el corazón dividido entre devolverse y quedarse, les era difícil dejar caer todo el peso de su existencia sobre ese rincón del mundo.
Fue hasta el segundo invierno, que las memorias ya no les pesaron tanto, ni les dolieron como al principio. Los relatos sobre padres y hermanos se diluyeron en un pasado que les hizo falta menos, mientras sus almas prendidas a un presente continuo se precipitaron a encontrar su lugar en el mundo, ahí en la frontera.
FIN
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