El amor de los abuelos y de su adorada Lilia no era estridente ni tangible. Ellos tres, en el caserón enorme que Pablo había construido con sus manos, hacían siempre las mismas cosas.
Se levantaban todos los días a la misma hora, tomaban el café en sus tazas (verde la de Pablo, roja la de María y celeste la de Lilia). Pablo trabajaba en su taller de carpintero. Era enorme y sosegado, con unos ojos tan claros y mansos, que lo eximían de mayores comentarios. María era maestra de escuela y cuando se jubiló se dedicó a tejer unas puntillas exquisitas. Era bajita, movediza y chispeante.
La tía abuela Lilia era pelirroja de ojos grises, hija de un irlandés que paseaba muy lejos de su hogar cuando ayudó a traerla al mundo. Hotkiss era su apellido. Alma le decía a su tía que su apellido significaba “besos calientes”. Toda una ironía sin malicia para una soltera que vivió noventa y dos años y nunca tuvo novio.
La mamá de Alma nació después de que su abuela María perdiera un hijito de un año y medio. Ocurrió como si en ese momento Dios hubiese mirado para otro lado, como ocurre todo lo inexplicable, lo inaudito. A Pablito lo cuidaba su hermana mayor, que estaba jugando con un limón. Pablito quería el limón y luego de mucho lloriquear consiguió que se lo diese. Fue caminando con el limón y éste se le cayó debajo de unos tablones, que hacían las veces de puente, en el hilo de agua y barro que corría desde la pileta de lavar la ropa, hacia la zanja.
Lo vio Pablo, con la cabecita hundida debajo de los tablones. Fue una tragedia sin consuelo.
Casi sesenta años después, el día en que Alma ayudó a vaciar el ropero de María porque iban a vender la casa, encontró un manojo de cartas. Su abuela nunca la había dejado acercarse al ropero y ahora Alma podía entender por qué. Ese manojo de cartas eran los pésames enviados por los parientes por la muerte de Pablito. Sólo pudo leer la primera de las cartas. Destilaba tanto dolor que no pudo mirar más. El dolor estaba preso como un aullido en esas cartas y pesaba como sólo puede pesar la muerte de un inocente.
Luego de ese trauma el médico le recomendó a María que tuviera un hijo más y al año siguiente nació la mamá de Alma, a quien también cuidó Lilia. Ella sólo había podido asistir dos años a la escuela, pero leía todo lo que caía en sus manos, cosía, cocinaba y regaba un ejército de helechos y begonias. Con Alma pasaban las siestas horneando galletitas y fabricando vestiditos para las muñecas.
La vida en la casa de los abuelos era muy simple y las costumbres eran respetadas. El tiempo pasaba despacio y una tarde alcanzaba por sí misma para mil cosas.
Sobraba amor. Si de pequeños alguien nos lo brinda, ya estamos salvados, ya podemos afrontar la vida.
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