Manuela era una mujer interesante. No bella pero sí intensamente atractiva. Cuando sus profundos ojos azules te miraban sentías que descubrían tus secretos. Manuela pertenecía a una de las mejores familias de la ciudad, una reputadísima familia de abogados muy significados políticamente. Todos los hombres de la saga familiar militaban o habían militado en partidos socialistas y las mujeres a las que amaban también estaban afiliadas. Manuela estudió filosofía en la Universidad cuando casi ninguna mujer lo hacía y también fue la primera profesora en la facultad de Filosofía de su ciudad. Llevaba una vida tranquila en su pequeña ciudad, con sus clases, su marido y su militancia política. Pronto llegaron los hijos, niño y niña, que acabaron por colmar su vida.
Pero un ardiente día de verano, su vida, y la de millones de españoles, cambió para siempre. Estalló una guerra y todo se vino abajo. Su marido se unió al ejército republicano para luchar por una España en la que las libertades, la cultura, y la igualdad fueran universales. Y el marido de Manuela cayó muerto al grito de libertad.
Y Manuela se quedó sola en una ciudad hostil, del bando nacional, donde ser rojo era pecado. Además del marido, Manuela perdió cátedra, dinero y propiedades, que pasaron a manos del cacique de la ciudad. Pero nadie pudo quitarle su dignidad, su inteligencia ni su poder de mujer independiente.
Con sus dos hijos de la mano, Manuela, con el préstamo que le hizo a escondidas una amiga, hija de un coronel nacional, consiguió hacerse con un pequeño local en los soportales de la Plaza Mayor. Tenía un claustrofóbico almacén en el que ella dispuso una cama de matrimonio, una mesa-camilla y dos sillas. En el local colocó una máquina de coser y un mostrador de madera que antes fue el lujoso aparador del vestíbulo de su casa de campo. En un trozo de madera pintó con grandes letras verdes «TALLER DE COSTURA MANUELA» y se sentó a esperar, contando a sus hijos cuentos inventados de héroes de batallas lejanas.
Pronto empezó a tener clientas. Y en poco tiempo pudo mudarse a una casa de verdad, con un taller de costura de verdad y varias aprendizas en él. Tenía que tragar quina oyendo a sus clientas, nuevas ricas gracias a los expolios de sus maridos, hablar de riquezas cuando ella conocía niños que no podían beber leche. Ella misma se quedaba muchas noches sin cenar para que sus hijos lo hicieran. Manuela trabajó duro, pero siempre encontraba tiempo para salir de paseo con sus hijos, para enseñarles los valores de igualdad y libertad por los que su padre murió. Y los niños se hicieron mayores, y gracias a su madre, a su tesón y su fuerza, pudieron estudiar. Y pudieron luchar, sin más armas que la palabra, contra la falta de libertades. Y, al final, Manuela, que vivió en un país amordazado, pudo morir, gracias a sus hijos y a otros muchos como ellos, en un país libre.
FIN
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