Fátima llega de noche a casa con la cesta llena de comida y la jarra llena de agua. Vendió poco en el mercado.

Exhausta después de recorrer los diez kilómetros que separan el pueblo de su aldea, deja la fruta pocha fuera de la casa. El resto entra con ella. Pueril, afrenta la monotonía doméstica, mientras se pone a imaginar actitudes alrededor de aquél traslado al Norte.

-Si me voy, pienso embadurnar unas cuantas telas de colores chillones- piensa. Y se ríe de esta vocación truncada de pintora.. En algún rincón de la casa hay cartones empastados en número suficiente para encender un bosque.

– Mamá, tengo sed…

Fátima encuentra al hijo erguido en la oscuridad, sentado en la tela que le sirve de cama. Lo aprieta contra su pecho. A través del pijama siente estremecerse al cuerpo menudo. Las lágrimas le resbalan de los párpados. Fátima trata de secarlas.

– ¿qué te pasa?, ¿qué pasa?

– Mamá, no quiero que te vayas.

– Es que…

– ¡Júrame que no te irás! ¿No te vas? ¿Verdad?

– No, hijo, no.

– ¿Y me llevarás al puerto a ver los barcos?

– Sí, sí… (los barcos parte hacia los puertos de la ilusión ¿Tánger? -pensaba-)… te traeré agua.

Mientras llena un vaso con el agua de la jarra, Fátima se ve reflejada en el charco de la esquina. Es época de lluvias. Se mira en ese espejo contemplando una emblanquecida fisonomía con la indiferencia con la que se observa a un extraño y, de repente, una especie de compasión, de lástima de sí misma, le empaña los ojos. 

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