Se abrazan.

Es algo que se sabe. Dieciocho mil kilómetros las separan, pero el abrazo les alcanza.

No están solas.

Ellas, tan distintas que la diversidad es un concepto que les queda pequeño, han logrado el milagro de permanecer en el afecto.

La madre, que es una de esas madres de libro que no parece tener deseos de vida propia, que no se permite ningún vicio por pequeño que sea, ni fumar, ni mirarse al espejo.

La hija, una de esas mujeres envidiadas, coqueta y divertida. Cruza las piernas al sentarse mostrándolas esbeltas al final de un par de zapatos de tacón. Conversa dibujando en el aire figuras, al dejar pasar el humo del cigarrillo mentolado entre las largas uñas pintadas de rojo.

Las parcas les han tejido un atlántico de distancia. Y economías tristes. Y obligaciones inapelables.

Cuando una se despierta, la otra tiene avanzada la mañana, por eso viven sin fijarse en el tiempo, disfrutando el presente y su presencia. Ellas, allá y acá comentan siempre, con una sonrisa en los labios, esas pequeñas cosas que tiempo atrás hacían juntas ¿Recuerdas? Evocan cada día, apenas sin quererlo, todo lo que a la otra le encanta. El pan caliente con mantequilla y la taza de té; el vuelo de la falda al bailar un rock&roll; el pañuelo de encaje planchado con una gota de perfume, los zapatos de charol que hacen juego con el bolso preferido; aquella vez que lloraron viendo “Sonrisas y lágrimas”.

Por eso, ni la diferencia, ni la distancia han logrado dejarlas solas, ni tristes, ni volverlas locas.

Se abrazan.

Han aprendido a abrazarse a la palabra y cada noche una y otra repiten como un mantra, lo que una vez fue una oración. Una vez la madre dijo, y ahora la hija que es madre a dieciocho mil kilómetros de distancia, me dice:

«Que la virgencita de Pompeya, y la virgencita de Andacollo y la virgencita del

Carmen la velen desde el cielo; y que tatita Dios la bendiga hija mía.»

Así me abrazan. 

El abrazo

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