Tengo dos recuerdos claros de mi abuelo: sus manos sacando de una chaqueta marrón de pana un resto de cebolla a la vez que cortando una sabrosa porción de una sarta de chorizo y, el segundo, esa misma zamarra con una estrella roja en la solapa izquierda el día que legalizaron a el Partido Comunista de España. Le recuerdo feliz.

Se llamaba Eugenio y, según me contó, defendió Madrid en la guerra civil por la zona norte del río Jarama y fue de los que perdieron. En ese momento tenía dos hijos y una mujer enferma a la que se le agotaba la vida. Vicenta, que así se llamaba la abuela, había parido tres parejas de gemelos de los cuales sólo quedaba uno con vida. Varios murieron al nacer y uno de ellos falleció en brazos de mi abuelo cuando intentaba llegar al médico que vivía en el portal de enfrente. Él vívia en la Cruz de los caídos, era ebanista; construía los ataudes de sus hijos muertos y luego los llevaba al hombro hasta el cementerio del Este. Vicenta se murió de los pulmones y dejó a mi madre huerfana con un año. El abuelo se casó de nuevo y tuvo otros cinco hijos. Murió a principios de los ochenta cuando se agachaba a recoger una moneda de la alfombra. Esta es una historia más de aquellos años que se resiten a dejar de ser recuerdo, y no tendría nada que aportar en su defensa para ser escuchada o leida si no fuera por lo que sucedió después. Al no tener una gran memoria viva de mi familia por diversos motivos que no vienen al caso y viviendo en la era de Internet, un día busqué el nombre de mi abuelo y encontré un artículo de el diario de información El Castellano, fechado en Toledo el veinticuatro de mayo de 1924. En el titular se leía “Un niño de doce años mata impensadamente a otro de catorce”. En él se explicaba cómo mi abuelo y otro chico estaban jugando y, al coger la escopeta de mi bisabuelo, a el niño Eugenio se le disparó y mató a su amigo. Fui a ver a mi madre y le llevé lo encontrado. Ella me dijo que no sabía nada y que su hermano el mayor, cura a la sazón, para escarnio del retratado, tendría más información. Así fue, el párroco cantó y antes de las vísperas tenía una idea más clara de por qué estaba yo allí. Todo lo que me contó es la historia de una familia que tuvo que abandonar el que había sido su pueblo durante generaciones, para empezar una nueva vida en la capital, con la esperanza de olvidar un horror. Así ocurrió, los mil dolores que llegaron después recubrieron aquel recuerdo con una gruesa pátina de olvido que hizo de la memoria una extraña: siempre incompleta. Esa es la historia de España… ¿O no?

FIN

Jorge Reguero Cuesta

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