La soledad del naranjo.

La soledad del naranjo.

Matias Cañete

19/04/2014

Escuché el ruido del picaporte, y la puerta abriéndose después. No sé quién estaba detrás para recibirnos. Tenía la mirada clavada en mis zapatos negros, lustrados hasta el cansancio con pomada y lágrimas. No necesitaba levantar la vista, conocía aquella casa de memoria. Mamá y papá entraron primero y yo los seguí, saludé a todos los que saludaron, pero no retuve ninguna cara, ninguna voz. Aunque mi cuerpo estuviese allí, mi mente había viajado muy lejos, tratando de encontrar a la única persona que valía la pena encontrar. En vano.

Me cansé de seguir a mis padres y decidí sentarme contra la ventana de la sala de estar, mirando hacia el patio de la casa. Afuera estaba la tía Hilda, columpiando a su hijo menor, Sebastián. Me saludó con la mano en el aire pero me hice el distraído. No tenía ganas de querer a nadie. Y pensé que esa sensación iba a durar para siempre. 

Sentí una mirada perforándome la nuca, quizás daba pena el cuadro del niño solo contra la ventana de aquella habitación tan llena de silencios. Quizás por éso decidió acercarse y se sentó a mi lado. Yo no lo miré en ningún momento. Al cabo de unos minutos, que me parecieron eternos, se levantó y se fue. ¿Estaba siendo muy duro con los que me rodeaban?, peor hubiese sido forzar mis niveles de sociabilidad falsamente.

Me pregunto si soy el único que va a extrañarla. Pero hablo de extrañar de verdad. No como la mayoría de los presentes. Es triste enterarme de la partida de un ser querido por las discusiones de quién se queda con qué. «Porque la vieja, en cualquier momento…» decía mi padre, y complementaba la frase moviendo la mano y apuntando con el dedo índice hacia arriba. Mi madre, a veces lloraba. Pero no por cariño, sino por el momento que debía pasar entre los hermanos, discutiendo por el reparto de las cosas. Ella no había vuelto a pisar la casa luego de la muerte de su padre. Y había cambiado el hábito de la visita por un vaso de whisky que muy pocas veces se encontraba vacío. Hoy no sería la excepción.

Volví a la ventana y vi el naranjo en medio del patio, sus frutos estaban casi maduros, pero estaba seguro que aún no se habían atrevido a arrancar ninguno. La abuela no lo hubiese permitido. «No hasta que pase la primera helada» habría ordenado. Qué triste va a sentirse ese árbol sin sus caricias, sin sus charlas, sin su compañía. No creo que vuelva a dejar sacarse naranjas dulces nuevamente.

Por primera vez en mucho tiempo, supe que alguien compartía mi tristeza. Ya no estaba solo

Fin.

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