Son las siete de la mañana de mil novecientos veinticuatro.
Se recoge tu adolescencia en la cocina y, bajo un gorro, escondes tus trenzas. Serán veinte primaveras las que delaten tu sonrisa a las ocho en punto. Tú dices que esperemos al matrimonio pero yo te sorprendo en la despensa.
Nos puede oír tu padre. Lee el periódico en el jardín, lamentándose por la caída de un picatoste en su taza, por el exilio del rey y por la leche en su pantalón. En tus crónicas de olvido parece que tu padre sigue vivo.
Durante la vida de hoy estoy enamorado de ti y nos damos todos los hijos que tenemos. ¡Rosenda, abre nuestra casa para que comamos en ella!
Te admiro: joven, segura de ti, diciéndome que nadie nos separa. Se juntan nuestras consanguíneas familias para desangrarse, para apartarnos. Sales al jardín a golpe de platillo con las tapas de las cacerolas.
-¡Aquí no habrá peleas! –gritas.
Nos casamos a las nueve de la república. Haces mermelada de mora complaciendo a mi segunda hermana.
En la calle, las cruces se reprochan a la cara.
Tu padre da un golpe de machismo a mi hermana. Ella se enfrenta a él como un hombre. Gritas que no nos matemos. Te vuelves loca hasta el mediodía.
A las once nos bombardean y se hacen escombros sucios en la guerra. ¿A cuántos hijos nos matan, Rosenda? Tu dolor lo recuerda bajo tres piedras.
Me quiero morir, Rosenda… Mi hermana yace rota y tú, que sigues loca, cocinas el último perro del barrio.
Al injusto mediodía, recuperas el juicio con la vida partida. Tu padre baila pasodobles por los pasillos y tú doblas servilletas. ¡Quiero expresarme, Rosenda, pero tú temes mi muerte y consigues que calle como calla un muerto! Por miedo a dejarte sola, yo tomo silencio.
¡Rosenda, me susurras una discusión en el jardín! Nunca me convences para que lleve la camisa puesta. A la una de la tarde tu padre broncea su cara al sol. Te advierto que tu amor hacia mí se pone en tu contra, que con tu boca candente me cantas a Lorca y resucitas peligrosamente sus letras muertas.
Este genocidio no parece tal cosa. A las dos de la tarde no soporto el silencio y rompo tres tazas. Tú excusas mi torpeza ante tu padre. Yo me alivio con la loza despedazada. Si no es por ti, por mí no es.
A las tres pasan volando los sueños de otra década.
¡Rosenda, nuestros hijos vivos nos despiertan de la siesta! A las cuatro de la tarde nos animan sobre la yerba. Se hacen adultos a las cinco y media y festejamos en el campo con las sonrisas abiertas.
Son las seis de la tarde de mil novecientos sesenta. Confundimos a los niños muertos de esta mañana con los chiquillos que hoy meriendan. Aquel día dejamos nuestra risa en los árboles… y un sentir yaciente en las ramas de los nietos.
Fin
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