El ciclo de la vida

El ciclo de la vida

Diego D'Onofrio

15/04/2014

Había llovido toda la noche, el grueso y húmedo césped del campo santo era una alfombra bajo los pies de dolientes hombres y mujeres de negro que se formaban frente al ataúd, un aroma a tierra mojada arrastrado por el viento perfumaba el triste momento mientras los sollozos se mezclaban con la gruesa voz del padre Molina, quien elevando su mirada pedía a Dios que recibiese a Madre en su reino.
Entre coronas de flores tropicales, un reluciente marco de plata sostenía una fotografía a la vez que recogía las eventuales y tristes miradas de familiares y amigos que por momentos se volvían conscientes de lo frágil de la vida.
Un trágico accidente había interrumpido la vida de aquella mujer que descansaba dentro de la lustrosa caja de madera obscura, según el Dr. Rivelles había fallecido en el acto tras golpear su sien contra la barandilla de las escaleras de su casa dónde su cuerpo desparramado fue encontrado por sus hijos. Al menos era esa la historia que creían prácticamente todos los presentes en su funeral mientras que la verdad solo era sabida por sus hijos Hernán y Natacha de 17 y 18 años respectivamente.
Como todos los días, el sol temprano de una mañana de esa misma semana proyectaba el vitró sobre las paredes del estudio de su casa, en medio de estanterías con libros algo polvorientos estaba tendida sobre el sofá que sentía tan agradable como si se tratase de una nube, él sobre ella haciendo movimientos suaves y pausados, deslizándose mientras sus cuerpos se rozaban y desprendían un calor que a la vez los hacía temblar y estremecerse, ella se aferraba a su cintura envolviéndola con sus piernas mientras sus lenguas se iban entrelazando, sus besos cada vez más intensos a penas dejaban lugar a la respiración desordenada, entre jadeos y contracciones sentían perder el aliento que hervía desde la garganta mientras espasmos los sacudían involuntariamente abriendo sus ojos y enrojeciendo sus labios.
Imprudentes, cómplices del mismo deseo y sin haberlo meditado ni un momento, lo que había comenzado como un juego, o una broma quizás, los estaba haciendo recorrer un camino de placeres y sensaciones que no conocían, que los hacía delirar y estallar en un despropósito de placer lisérgico e incontrolable. Las miradas suplicaban, los dedos se entrelazaban, las uñas se clavaban y los sentidos se desvanecían mientras involuntariamente los músculos se tensaban a medida que la razón se perdía.
Soltaron un unísono bramido que pulverizó su último aliento mientras una relajación repentina invadía sus cuerpos, exhausta volvió a apoyar su cabeza en el reposabrazos del sofá mientras el júbilo dibujaba en su cara una sonrisa y sentía su corazón galopando como un corcel que recién escapado que recorría por primera vez unas llanuras tan bellas que no podía imaginar.
En ese instante un ruido giró bruscamente sus cabezas hacia las escaleras, junto a las que Madre de pie, con la cara desformada por el asco de ver a los hermanos perpetrando aquel acto repugnante, repentinamente relajó su expresión tras perder el conocimiento y caer de lado golpeando bruscamente la barandilla con su cabeza.

El sonido del golpe transportó de regreso a Natacha al funeral, su sentimiento de culpa y dolor brotaba en lágrimas que se fundían en la lluvia que ahora comenzaba a caer. Ella más que nadie lloraba la forma en que Madre había perdido la vida mientras que sin saberlo una nueva vida comenzaba a a crecer dentro de suyo.

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