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La sala en la que lee Lorca no es tal, engaña, habíamos previsto otros lugares como el Ateneo Sueco o el Palacete de Mendizabal que estaban casi juntos y que, con amplios ventanales y ninguna columna, nos harían un mejor servicio. Pero allí se alzó Martín y dijo que no, – qué las tertulias no eran casas de putas ni lugar para juntarse cuatro hermanos y dos primos, qué mejor haríamos en sentarnos en un árbol y elegir rama cada uno si queríamos ser tan animales-. 

Nadie se alzó en ese instante ni en los minutos posteriores, ni en ningún otro momento hasta que fuimos todos a los pies de su tumba a llorarle poco, a reirnos menos, a extrañarle nada.

No fue hasta poco tiempo después de la tertulia y de las palabras pomposas de Lorca cuando descubrimos la foto y ya con Martín enterrado y bien muerto le volvimos a ver, altivo él, extraño él, ausente él, acodado en una columna mirando a donde él sabía y los demás no, mirando el contrario nuestro, huyendo de Lorca y de sus poemas que había que ramonear en casa y que servían de poco o nada a los que ya estábamos reventados de poemas.

En la foto también me descubro a mí, difuminado, asomando la calva y buscando o bien la botella de vino o la mirada de la hermana de Martín, Anita, pero ella no corresponde ni en las fotos,no. Se la ve con las manos en la barbilla y los codos apoyados en la mesa con pose tal vez orante aunque ella nunca lo fuera. El pelo recogido y poco más bastaban para que cualquiera de nosotros prometiera una oda a cambio de un segundo con ella, pero siempre fue no.

También se ve en la fotografía a Silva admirar y babear por Lorca aunque él no fuera de poemas pero sí de hombres, se le intuye ya borracho porque no se le puede intuir sereno ni a día de hoy ni a día de mañana. Él sí que bien vale un poema de Lorca y no las ciudades ajenas que nos citó a su regreso y que, la verdad, nos conmovieron poco.

Las hermanas Belano tambén asoman en la fotografía aunque sólo veamos a Carla disparando el humo de un cigarro perenne. María Luisa estará a su vera a buen seguro, con otro cigarro atado al labio y con el mismo olor a rosas en el pelo ambas, aunque cuesta imaginarlo tras tanto humo negro.

No había vuelto a ver la imagen hasta hoy y han pasado más de treinta años y apenas quedamos Silva y yo. Él sigue borracho y yo demasiado sereno desde aquel entonces, demasiado viejo también.

Carla está pero no es la misma, ahora es una vedette que baila y canta en el psiquiátrico de cuatro caminos y que fuma cigarros imaginarios. Yo, que siempre fui hijo único, rompo a llorar por mi familia de letras que ya no está. 

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