-¿Quién eres? -Me preguntó alguien cuando tenía seis años,
– ¡Juan Carlos!- dije sorprendido, ya sabía mi nombre.
-Ese es tu nombre- me dijo – pero ¿quién eres?
Las respuestas y las dudas se amontonaron en mi cabeza, como lo explico, ¿un niño?, ¿eso soy?
Y no, ninguna respuesta me parecía adecuada. Durante mucho tiempo no pude dejar de pensar en eso, comprendí que en ese momento, esta era una pregunta que no podía responder.
Casi al mismo tiempo, en mi primer día de clases de preescolar, debía presentarme diciendo mi nombre.
-Juan Carlos- respondí.
-¿Y tus apellidos cuales son Juan Carlos? -me pregunto la maestra-
-No sé…
Los otros niños se rieron. ¿Que son “apellidos”?, nunca los había necesitado, ¿por que eran tan importantes?
Al regresar a casa lo primero que pregunté a mi madre, fueron mis apellidos.
-¡Pregúntale a tu padre cuando lo veas!- me dijo molesta.
En esa época, solo veía a mi padre cada semana o dos, durante los fines de semana.
¿Por qué tanto problema con los apellidos? Todos los tenían menos yo. Recuerdo la sensación de que ni siquiera mis padres los sabían. ¡Pérez!, me dijeron al fin. Aunque todo esto no era normal, no pensaba mucho en ello, solo era una interrogante que como muchas otras preguntas de niño, los adultos creen que no merece la pena responder.
Cumplí once años, y cambiaron algunas cosas. Mi padre se estableció en casa, y después de unos meses de ser una familia nnueva, en una nueva ciudad, me anunciaron mis padres:
-Ya no te apellidas Pérez, ahora te apellidas López… y montones de tíos y primos, entre lastimas y prejuicios, comenzaron a aparecer. No pregunté por qué, ya estaba acostumbrado.
Ya siendo adolescente descubrí sin desearlo -no recuerdo como- que mi padre había sido sacerdote, que había roto sus votos de castidad, como la mayoría de los sacerdotes, que yo había sido la consecuencia, y que más de diez años después, se casó con mi madre. Eso no explica todo, pero no pregunté.
¿Qué quién soy? me importa un pepino. No me gusta dar explicaciones…
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