De un diluvio acontecido ….

De un diluvio acontecido ….

El Abuelo Santiago contaba con vehemencia como el día en que se casó Neo la raya del monte se juntó con unas nubes, grandes y negras como el carbón, que descargaron una lluvia tan torrencial que ni los más viejos del lugar pudieron recordar, ni aun hurgando en lo más recóndito de sus memorias, semejante diluvio acontecido.

Contaba también que se ahogaron las mulas, se inutilizaron los carros y perecieron tantos corderos que durante mucho tiempo comer tan solicitada carne solo fue privilegio de los más pudientes. Decía que se inundaron las casas, como en las épocas ancestrales en que no existía el agua potable y el uso de cuartos de aseo era cosa casi de película, y se pudo ver, recalcaba, como los indígenas del lugar aprovecharon la ocasión para quitarse las costras mugrientas acumuladas durante años y hubo hasta quien, en tales circunstancias es cosa fácil de creer, creyéndose moreno por la acción del tórrido sol manchego descubrió, para su asombro al contemplarse en los espejos, como se veía reflejado un rostro nuevo y reluciente despojado de mugres milenarias y, recalcaba con picardía, que se desencadenaron entonces los deseos y los maridos corrieron por los pasillos de las casas persiguiendo a las esposas que, lozanas y aseadas, provocaron en estos deseos tan contenidos que nueve meses después se observó con grato asombro como el censo municipal se incrementaba con la llegada de variada chiquillería. Y uno de esos tiernos infantes debió ser, según constó en los padrones, y refería el abuelo, el hijo de un hombre recio al que apodaban El Ruto y que según contaban las malas lenguas, ya entonces, en edad tan tierna y delicada, despertaba alborozado cuando el olor del anís  penetraba por su nariz.

  Tal vez por ello, y esto ya no lo contaba el abuelo, en tiempos más actuales era usual contemplarlo en estado de profunda somnolencia, plácido y sereno, al abrigo de los portales que circundan parte de la Plaza de La Constitución, sin importarle si hacía frío o calor y aceptando placentero la compañía de perros y gatos que, errantes y abandonados, se acercaban a lamerle las orejas, mientras se le erizaba por el gusto del cosquilleo un inmenso bigote que tiempo atrás se había dejado crecer para satisfacer las apetencias de una esposa pasajera que, como ave migratoria de corto paso, había encontrado en sus azarosas visitas al burdel que se encontraba en las afueras del pueblo y que había huido, días después de la boda, con papeles y documentos que acreditaban como española a quien en realidad era dominicana. Por ello, una mañana de niebla Casimiro, viejo centenario que barría con muchas pausas los residuos que poblaban la plaza, hubo de tropezar con lo que parecía un bulto recostado en el pretil de la fuente de los leones y asombrado quedó al contemplar que el individuo en cuestión, al que le colgaban de la nariz sendos témpanos de hielo, era aquel patán desmadejado y roto por la melancolía.

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