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David quería montar una carnicería y buscaba un lugar adecuado pero llegó a aquella estación con la sola intención de tomar el tren. Mientras éste no llegaba paró en una taberna y el tabernero lo convenció de que aquel era un buen lugar.

En un terreno cerca de las casitas de los obreros David construyó  una cabaña de ladrillo, en un sitio que no daba al naciente.

El sol, cuando salía, no se veía hasta el mediodía. La niebla y el agua del Lengüelle llegaban allí, la primera cubriendo el valle y la segunda encharcando el suelo.

La chabola contaba con dos estancias divididas por una pared en la que se abría una puerta de pino. La primera en la entrada, en donde se desenvolvía el negocio. La segunda, un cuarto y una cocina separados por una cortina, era su morada.

El suelo estaba pisado de madera y el techo tenía cielo raso. La luz natural entraba por un pequeño hueco que quería ser una ventana. En la cocina una estufa de latón y una mesa. En el cuarto una cama con colchón de lana y un cajón a modo de baúl en donde guardaban la ropa.

David, mi padre, era delgado y bien parecido con la mirada verdosa y franca. Isabel, mi madre, menuda y fuerte con un rostro que enamoraba pero siempre nostálgica de su madre y de su hija.

La caseta estaba bien hasta que se les vino el invierno encima. Las paredes empezaron a sudar y de vez en cuando caía una gota. Parecía una sauna, la humedad mojaba la ropa de la cama que los estremecía cuando se apagaba el fuego en la estufa.

-¿Qué es ese ruido? Preguntó Isabel inquieta.

-Será la lluvia en las tejas, duerme tranquila. Contestó David.

-No, viene del suelo, parece el sonido de un regato.

David se levantó como un rayo y al poner los pies en el suelo éstos le quedaron encharcados por el agua que nacía entre las tablas.

Isabel encendió la vela sin dar crédito a lo que oía, en la penumbra las lágrimas enturbiaron sus ojos melosos. Pensó en su padre, en lo que pensaría si la viera dormir al pie de la cocina como el viejo Millán.

Millán era un mendigo al que daban cobijo sus padres. Dormía en un colchón de hojas al pie del hogar, encima del arcón que guardaba el cereal.

David sacó una tabla, Isabel tenía razón, un regato con abundante caudal atravesaba la estancia por debajo del piso de madera.

-Somos los primeros del lugar en tener agua corriente en la casa, comentó Isabel con ironía.

-Pues aunque lo digas con sorna, el agua no está fría y podemos sacarle partido. Ya no tenemos que salir a buscar el agua a la fuente cuando esté lloviendo.

-Sí, sin necesidad de salir ya estamos empapados dentro.

Comentaron entre sonrisas que acabaron en una sonora carcajada.

Una gota apagó la vela y se metieron en la húmeda cama.

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