Es difícil mantenerse firme en estos casos.  Aunque la realidad, y lo que se dice qué es y no es estén en juego, ya no sé qué pensar. Trato, ante todo, de seguir con mi cordura.

Cuando la inclinación, la preferencia que se da naturalmente en las relaciones, es tan marcada y notoria, simplemente hay que dejarla ser. 

A mí esto no me causa celos. Más bien creo que me atraviesa el desconcierto, porque lo que está pasando en esta familia no es muy común. Cada hogar un mundo, dicen, y sin embargo me pregunto qué clase de mundo es el mío. Si un hijo se inclina a uno de los padres debe ser por química, por carácter, por signo del zodíaco. Si un padre se inclina más a uno de los hijos, quizás sea porque le parece que necesita ser más protegido que los otros. Se desarrolla una maravillosa complicidad, un aura de secretos, un ir y venir de miradas que interrogan o confirman.

Acepto todo esto. La comunicación entre ellos se me presenta tan tangible que es imposible darle la espalda. Es más, creo que a veces lo hacen a propósito, como si quisieran mostrarse y presumir.

Yo no quiero preocuparme, pero hay momentos en que siento que desaparezco para mi hijo, tanta es la participación que le otorga en todo. Si está saltando en la cama, a riesgo de romperse la cabeza, lo mira de repente y recibe su advertencia de jugar más despacio. Si estamos en la hora de la comida, de nada vale que yo le ruegue que coma, pero basta una llamada de atención del otro lado para que cambie de parecer automáticamente. Si se golpea, lo busca con los ojitos inmediatamente, y sólo después viene a mí por algo de consuelo.

Él me  ayuda, me ayuda mucho en la crianza, eso sí es innegable.  Me refuerza. Lo contiene cuando está incontenible.

¿Debería hacer algo al respecto? ¿Debería poner fin a esta situación que tan feliz hace a mi hijo, sólo porque es algo rara, o porque soy adulta y por eso he perdido la capacidad de incorporar a mi realidad lo que no se capta a simple vista?

Y como no sé qué pensar, opto por sentir.

Y se me caen las lágrimas cuando veo  que a Martín se le ilumina la carita, atento como si lo escuchara, y lo señala, y lo nombra papá, siempre a mi derecha, siempre a mi lado. Papá, que se niega a abandonarnos por más luz que le he estado enviando para que parta. A lo mejor Papá siente que se fue muy pronto, que Martín tiene apenas cuatro añitos, y que necesita un tiempo más de él para criarse.

Son relaciones. Inclinaciones. Vínculos que perduran y se mantienen vivos aún ante la desaparición física. Desarrollándose en el mismo tiempo, en un mismo espacio, un diálogo de dos almas que intentan convencer, a una tercera, de que la muerte no existe.

FIN

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