De pequeña viví en un piso con una larga terraza que se asomaba a una calle sin salida. En ángulo se encontraba un edificio con ventanas cubiertas por una malla metálica cuadriculada, que me recordaba las hojas de mis cuadernos, detrás se entreveía una escalera y por ella, a ciertas horas, descendían niñas con babis azulados que les llegaban casi hasta los pies.

Alguien, en algún momento, me dijo que se trataba de un hospicio. Esa palabra no significaba nada para mí. Solo las niñas tenían sentido. Esperaba paciente en la terraza para encontrar la mirada de alguna, pero nunca, ninguna, volvía la cabeza para mirarme. Cada vez estaba más convencida de que no querían compartir su diversión conmigo: los corros, los intercambios de cromos, los secretos susurrados al oído,  las risas sofocadas galopando de cama en cama a la hora de dormir…Qué mundo maravilloso tan diferente al mío con una sola hermana.

El otoño se transformó en invierno. El relieve de las niñas que bajaban o subían se difuminaba conforme se acortaban los días. Llegaron a ser siluetas negras ―cual pájaros de mal agüero― en el contraluz de luces amarillentas. Creo que fue entonces, por primera vez, cuando el desasosiego se instaló en mí y pensé que quizá no se divirtieran tanto como yo creía.

Pasé de situarme lo más cerca posible para ver y ser vista por las niñas a refugiarme en el fondo de la terraza y observar el inmueble a distancia.

Fue un domingo cuando las vi salir en fila india, calladas y serias, como siempre, con abrigos marrones idénticos, grandes para algunas y pequeños para otras; sin lazo en el pelo, sin pelota para jugar en el parque; sin un padre de una mano y una madre de la otra. Y entonces comprendí.

Llegó el buen tiempo. De otros años mis padres habían adquirido la costumbre de sentarse en la terraza al atardecer; ellos acomodados en un asiento de mimbre y mi  hermana y yo turnándonos en el columpio. Yo siempre le daba la espalda al edificio porque temía convertirme en estatua de sal, en niña de hospicio, si lo miraba.   

Aún vivimos en ese piso dos años más. Días antes de mudarnos a una nueva ciudad, mi padre preparó nuestro coche: un Simca 1000 color azul que pasaba en el garaje más tiempo que en la calle. A pesar de la prudencia de papá tuvimos un accidente. Me desperté en un hospital, pregunté por mi familia y recibí respuestas vagas. 

Al cabo de los días abandoné la habitación de cuidados especiales y me trasladaron a la sala común. “Hay una sorpresa para ti tras la puerta ―dijo la enfermera sonriendo y acariciándome la cabeza―, anda entra”, me animó. Esperaba lanzarme a los brazos de mis padres pero allí solo estaba mi hermana haciendo pucheros y cuando la vi en aquella habitación grande, ante la sucesión de camitas y de niños de caras tristes, también yo me eché a llorar.   

FIN

   img1.jpg

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS

comments powered by Disqus