Mateo contemplaba las delicias expuestas en el inmaculado escaparate. Tragó la saliva que se agolpaba en su boca, y hurgó con los dedos en los bolsillos, deseando encontrar una moneda.
Pero como era habitual no había nada, así que suspiró y arrimó la nariz al cristal mientras doña Alicia haciendo aspavientos salía a la puerta de la confitería.
-¡Niño! ¿No ves que estás manchando el cristal? ¡Anda quita de ahí!-Le dijo a la vez que le empujaba. El niño trastabilló y contestó a la dueña-¡Si no he puesto los dedos doña Alicia!
-Con lo sucio que estás no hace falta que pongas los dedos para manchar el vidrio-Una voz conocida contestó tras él.
Mateo cerró los puños con fuerza y se volvió, allí estaba Adolfito el hijo de la confitera, riéndose de él.
-No estoy sucio-Replicó furioso.
La ropa de Mateo estaba manchada de hollín, cuando salía de la escuela iba a ayudar al carbonero del pueblo. Todos los lunes su madre le daba la ropa limpia, pero cuando llegaba la noche ya estaba manchada, y así se quedaba hasta el domingo, que era cuando su madre lavaba.
-Anda Adolfito, vamos dentro- Doña Alicia tomó la mano de su hijo-Te he dicho que no quiero que te juntes con esos rojos.
Mateo sintió un fuego muy dentro de él que no sabía cómo apagar. Dio media vuelta tratando de no llorar, y su pie tropezó con una piedra, se agachó a recogerla y apuntó a la cabeza de Adolfito.
El alguacil llevaba a Mateo cogido del cuello y de vez en cuando le zarandeaba. En uno de ellos sonrió y le dijo.
-¡Jodío chico!¡Mira que romperle el vidrio a doña Alicia, tú has salío a tu padre!.
Mateo pensó que no sabía a quién había salido, no recordaba a su padre más que por el retrato de boda que tenía su madre en el aparador, donde ella de pie y con la mano en el hombro de su padre, se tapaba la barriga con un enorme ramo. Eran muy jovenes pero ya muy viejos. Mateo se acercaba al retrato y le preguntaba-¿Dónde estás tú, eh? ¿Por qué no escribes? ¡Que yo sé leer!
El padre marchó al frente cuando madre estaba preñada de él, y volvió cuando Mateo tenía dos años. Poco después, el padre volvió a desaparecer. Cuando le preguntaba a su madre, ella suspiraba y se ponía triste, y si insistía comenzaba a llorar, entonces su hermano Higinio le sacudía. Pero aún así le gustó que el señor Damián dijera que había salido a él.
Llegaron al ayuntamiento y el alguacil le hizo entrar al despacho del alcalde y le mando quedarse a un lado.
-¡Mire lo que traigo, señor Alcalde! El muy bribón le ha roto el cristal a la marquesita-dijo rascándose la boina.
El miedo de Mateo dejó paso al orgullo, cuando el alcalde le miró y exclamó-¡Coño, el hijo del maqui!
FIN
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