Aquella madrugada Rosario abrió los ojos a las 6:14, faltaba un minuto para que sonara el despertador. Le buscó el lado amable a despertarse antes y se dijo que así no tendría que escuchar la chicharra maldita. Había algo distinto pero no sabía bien qué, tal vez fuera la luz del alba o algún sueño que se obstinaba en permanecer todavía enredado entre la almohada y el pelo. Tardó varios segundos en avivarse de que era viernes. Eso fue el motor para salir de la cama.

Caminó a oscuras por el pasillo. “Singing in the rain” provenía absurdamente de la radio de la cocina.

-Mamá, ¿qué hacés acá?

-¿Cómo qué hago acá? La señora en espesa robe de chambre verde la abrazó, le dio un sonoro beso en la mejilla y le dijo:

-Volvé a la cama, ya te llevo la leche.

Aturdida por la reverberación del beso cerca del oído volvió a su cuarto que ahora compartía con su hermana. Mariana roncaba con los rulos oscuros esparcidos sobre la almohada junto a  Bebé, el gato gris.

La mujer no cabía en su asombro… era demasiado para un sueño. Incluso el uniforme de la escuela que, laxo, tomaba la forma del respaldo de la silla le parecía fuera de toda lógica.

De lejos le llegó la voz de su madre intentando despertar a su hermano y el inmediato refunfuño de Daniel como única respuesta.

“Esto no puede ser”, se dijo volviendo a la cama que ya no era  matrimonial  sino la cucheta de arriba. Entre el miedo a la repentina locura y la alegría de volver a ver a su madre transcurrieron los minutos siguientes. Repasó, en la semipenumbra, las paredes cubiertas de mapas, tigres, panteras y un póster de Guillermo Vilas en su época de oro.

La puerta se abrió. Las pantuflas peludas de Antonia se recortaron en el rectángulo de luz dibujado en el piso. Llevaba una taza de café con leche en la mano.

-Sentate y tomá la taza, no la vuelques.

-Mamá, esto es muy raro, esto pasó hace mucho. Tengo cuarenta y cinco años. Creo que me volví loca –dijo Rosario después de beber el café y bajar de la cama cucheta.

-No nena, no estás loca –le dijo su madre mientras la abrazaba. Al oído y manteniendo el abrazo agregó:

-Muy de vez en vez, algunas personas tenemos este permiso Esta ha sido una de esas veces… Tanto vos como yo hemos vuelto a un momento de nuestras vidas que atesoramos en lo profundo del corazón. Yo estoy bien, mi amor, sé feliz.

El reloj sonó a las 6:15. Despertó en su cama grande. Había algo distinto pero no sabía bien qué, tal vez fuera la luz del alba o algún sueño que se obstinaba en permanecer todavía enredado entre la almohada y el pelo. Tardó varios segundos en avivarse de que era viernes. Advirtió también que en esa madrugada fría de agosto tenía en la piel el calor del abrazo de Antonia.

fin

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