La cocina de la abuela María era mi lugar en el mundo. Todo lo que yo amaba estaba allí: su calor, sus aromas de comidas, su ir y venir con el delantal blanco prolijamente rescatado de una sábana ya en desuso, su sonrisa al verme llegar. Sus manos callosas de tanto trabajar, eran la seda más fina cuando acariciaba mi rostro.
Su ritual culinario empezaba a las diez de la mañana cuando al haber finalizado las tareas de limpieza, encendía la vieja cocina de leña y ponía a hervir el agua para el puchero mientras iba cortando las verduras.
Yo me sentaba a la mesa adornada con hule floreado, rodeada de un banco largo y cuatro sillas con asiento de paja, mientras hacía los deberes escolares. A mi izquierda, el aparador donde guardaba la escasa vajilla y a su lado sobre una pequeña repisa, la radio, que se encendía a las 4 de la tarde para escuchar la novela mientras planchaba o zurcía y a las ocho de la noche con las noticias. Si miraba hacia afuera desde la ventana, veía el patio sombreado por un parral que en verano se cargaba de dulces y doradas uvas convertidas en vino por mi abuelo.
Mi abuela transformaba ese recinto humilde en su palacio, donde ella era la reina y señora moviéndose con paso firme, erguida, como diciéndole al mundo “éste es mi hogar, mi sostén, mi dignidad”.
En las noches de invierno, la cocina se llenaba de vecinos y parientes que venían a jugar al truco después de cenar y los chicos organizábamos “corridas de toros” con los dedos en la cabeza a modo de cuernos, mientras el torero sostenía un pequeño mantel como capote.
También fue testigo de lágrimas cuando pasaron las cosas malas de la vida y de risas preparando disfraces de carnavales o muñecos de paja para San Juan. Todo pasó por allí, lentamente, como era antes…
En esa cocina quedaron encerradas mil historias de su España natal que tanto añoró sin una queja. Y otras mil que no fueron contadas porque hacían daño. Allí aprendí que la vida es digna en el trabajo y que se puede ser sabio aunque nunca se pase por una escuela.
El principal anhelo de la abuela era que sus hijos y nietos estudiaran, para que no sufrieran su destino de marginación y destierro. “La escuela te hace libre” me decía. Increíble reflexión para quien no sabía leer ni escribir. Ella era sabia en su ignorancia y enseñaba sin decir una palabra. Amor, respeto, honestidad, trabajo no necesitan de relatos.
El tiempo continuó su camino… yo crecí, mi abuela envejeció y la vida nos fue dejando marcas a las dos. Esa cocina ya no existe, pero estará conmigo como fiel testigo de mi infancia. Yo mantengo vivos sus olores a rosquillas, sus colores, su música y sus risas. Mi familia y mi niñez están encerradas allá. Y entre nostalgia y regocijo, de vez en cuando… los recuerdo. Fin.
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