Antes de nada pido disculpas por el título. Sé que es un poco simple, pero no me diga que no representa perfectamente la esencia del relato… Además, no es algo improvisado, llevo tres días con sus noches pensando en él y creo que es el adecuado. Por cierto, ya era hora de que convocaran un concurso de relatos sobre la familia. Para mí es lo más importante del mundo. Pero no esas familias de ahora. Sí, ya me entiende, esas de padres maricones o de tortilleras, o las monoparentales esas, que ya su nombre explica quién es el padre… Me refiero a la familia tradicional. ¡Cuánto quiero yo a mi familia! Daría cualquier cosa por ellos. Bueno, por todos no. Lo cierto es que por Ricardito no daría nada. ¡Qué haría yo para que Dios me castigara con un hijo zurdo! Cuando era bebé perfecto, pero cuando empezó a coger el chupetito con la izquierda… me daban ganas de ahogarlo. ¡Mira que no intenté corregirlo veces! Pero él nada, a coger todo con la siniestra, como los secuaces de Satanás. ¡Claro que me dio pena rebanarle la cabeza con la rebarbadora!, pero, ¿qué quería? ¿Que lo dejase crecer hasta que empezara a escribir con esa mano?

Quitando a Ricardito, al resto sí que los quería con locura. Bueno, lo cierto es que a Joaquincillo no le llegué a coger cariño. Tuve que sacrificarlo a los tres días. No me mire así, estoy seguro de que usted hubiera hecho lo mismo si le hubiese salido un hijo negro. Pero fue por error. Me equivoqué con eso de los genes. La culpa fue de la Juani, que me había explicado que el gen de la calvicie lo aportaba la mujer y le había entendido que el de la raza lo aportaba el hombre. Si llego a saber que Joaquincillo salió negro porque su madre también lo era no los hubiera matado. Cada noche rezo 157 padrenuestros, uno por cada puñalada que asesté en sus morenos cuerpos. Bueno, eso cuando no hay fútbol, es decir, los viernes; a no ser que echen el Sálvame Deluxe.

Vale, reconozco que no me porté muy bien con mis descendientes. Pero a mis padres sí que los adoraba. Moriría por ellos. Lástima que mi padre empezara a engordar después de jubilarse. ¡Qué asco me daba! Llegó a pesar 120 kilos. Me vi obligado a meterle cianuro en la comida a ver si reventaba. ¡Y reventó! ¡Como una patata! Y lo de mi madre… No me diga que usted no le habría dado un empujoncito si tuviera un seguro de vida de seis mil euros. Eso sí que fue un crimen perfecto. Pero, ¿de qué me valen aquí dentro? Ni siquiera puedo zafarme de la camisa de fuerzas para gastarlos. Ahora que lo pienso, si usted lo sabe ya no es un crimen perfecto… a no ser que lo liquide. Cuando me quiten la camisa mataré a todos los imbéciles de este psiquiátrico y a usted. Lo juro.

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