Sombreros de piratas, de vaqueros, de payasos. Escafandras. Cascos de héroes medievales. Gorros de lana. Viseras de playa. En mis recuerdos, la cabeza de Nicolás siempre estuvo cubierta por algo azul. Azul como el mar, como el cielo, como sus grandes ojos que nos hacían reír. Esos ojos que si rebuscas, todavía conservan ese brillo picaron y chispeante. Amarillo. Amarillo como el sol, amarillo como su cabello, como su sonrisa fresca. Imposible no sonreír frente a esa imagen de Nicolás. Imposible olvidar los chistes, la magia, esos cuentos, narraciones imposibles y fantásticas de ogros, elefantes, dragones, caballeros y princesas.
Cada vez que voy a visitarlo lo encuentro frente a la ventana, sentado en su silla de ruedas reflexionando sobre la vida que fue y lo que pudo ser. Me mira y sin mediar palabra me da permiso para desplazar su silla hasta nuestro rincón preferido. A modo de parapeto y en escenario improvisado, coloco las dos macetas de altos troncos del Brasil frente a nosotros. Verde. Verde como el trigo de primavera que el cierzo hace bailar. Sentados el uno frente al otro, abro la cremallera de la bolsa de deporte que traigo conmigo todos los domingos, y saco lentamente los pertrechos para tal ocasión. Como si de un ritual se tratara, se los muestro a Nicolás. Despacio, como objetos sacrosantos, acerco el escudo y la espada hacia su regazo, suavemente como en su día hacia conmigo, cojo su mano entre las mías, doblo sus dedos sobre el mango de la espada y le ofrezco el escudo. Nicolás ladea la cabeza y su gesto se suaviza. Delicadamente coloco sobre su cabeza el casco azul de caballero. Nicolás me mira y parece que sus ojos empiezan a sonreír, mirada picara que siempre me hacia reír. De la bolsa asoma una larga y rizada peluca rubia, también se ve un gran dragón de plástico morado. Me pongo la peluca y con la otra mano elevo el dragón. Morado. Morado como los amaneceres que tiñen los rostros después de la lucha ardorosa.
Comienza la batalla. La historia sin fin mil veces contada y que ambos sabemos de memoria. Nicolás levanta la mirada, me mira y sé que su corazón está contento. Rojo. Rojo como los atardeceres que juntos contemplábamos cuando yo era pequeño.
Antes de irme debo hacer el ritual de cada domingo. Le ofrezco la bolsa abierta y Nicolás mete su mano en busca del preciado tesoro, recompensa de caballeros después de la batalla. Con reverencia y a media voz pongo nombre a quienes allí aparecen. Mamá, mi hermana, yo y Nicolás mi padre, noble caballero que con esfuerzo, vigor y valentía lucho por nuestra familia durante toda su vida. Ahora, nos toca a nosotros dignos herederos rendir homenaje y pleitesía.
FIN
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