Cuentos, dedal y punto.

Cuentos, dedal y punto.

Mónica González

07/04/2014

No me gusta coser. Nunca me gustó.

En las Salesianas teníamos clase de costura, un calvario, me sudaban las manos, se me resbalaba la aguja, se mojaba el hilo y se empapaba la tela.

Como todavía no conocía la expresión «ponerse de los nervios», le decía a mi hermana  que me daba mucha rabia.

Yo hubiese preferido pegar los botones con Poxipol.

A mi tío le gustaba mucho el Poxipol: Niña, el Poxipol lo pega todo, hasta el hierro me decía, lo mezclas, pero con mucho cuidado porque puede ser peligroso y a mí me daba miedo el Poxipol, y entonces me sudaban  las manos. Mi tío sabía cosas muy útiles, como por ejemplo  abrir un bote de pomada con solo darle la vuelta a la tapa y volverla a enroscar.

María Luisa Arteaga, Mi abuela, cosía y cosía bien. Le tocó vivir la posguerra lo que le produjo una anemia ferropénica, un asma crónica y un marido alcohólico.

Mi abuela contaba historias a sus hijos para que se comieran las papas fritas casi crudas porque apenas había aceite. Cada cinco de enero cuando sus hijos ya dormían, salía a recorrer las tiendas buscando juguetes defectuosos, juguetes muy baratos. Esos eran los regalos del día de reyes. Ella luego cenaría agua guisada de nogal con gofio.

Mi abuela  siempre veía un siete en cualquier descosido, daba igual si era un agujero, o se tratara de un pequeño desgarro en la tela, te miraba por encima de las gafas: nena, tienes un siete en ese vestido, ven que te lo coso. Con el tiempo mi madre también empezó a ver los sietes en la ropa rota, yo  no consigo verlos debe ser que tengo que cumplir todavía unos años más.

Mujer de carácter me enseñó cosas realmente buenas a fuerza de repetirlas machaconamente y reforzarlas con el ejemplo: No se interrumpe a las personas cuando están hablando, se dan siempre las gracias y se pide todo por favor.

Sus dotes premonitorias, las descubrí el día que llegué del colegio con un esparadrapo en la barbilla, era la segunda vez que me la partía, pero no se sorprendió porque según me dijo la noche anterior lo había soñado, así que cogió el bolso y me llevó al practicante. Nada más salir me compró el helado de fresa que me había prometido sino lloraba porque otra cosa que me enseñó mi abuela a fuerza de repetirla machaconamente y luego reforzarla con el ejemplo, fue cumplir las promesas.

En la casa  sonaban siempre Los Panchos, el pan de ayer se comía hoy y el de hoy mañana, no se hacía ruido después de las diez de la noche para no molestar a los vecinos y se iba a misa los domingos. Años más tarde cuando tuvo que enterrar a cuatro de sus cinco hijos dejó de ir a misa.

En el salón celebrábamos las navidades, en la azotea los cumpleaños y en la cocina me comía yo los melocotones sentada en un rincón.

FIN. 

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