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Era mi madre, pero se tuvo que morir para que yo supiera quién era, para que pudiera por fin entenderla y empezar a conocerla.

– ¿Quién es la de esta foto, mamá?

– Soy yo. A los diecisiete.

– Qué guapa. Y qué contenta, mamá.

Yo nunca la había visto como en la foto, al menos no en los últimos años. Desde que murió la abuela Lola, ya nunca volvió a sonreír.

Tuvo que morirse para que yo comprendiera  tanto rencor, tanta aspereza. Para que las cosas encajaran finalmente y tuvieran sentido.

– En el instituto hemos hecho hoy unos tests de personalidad, para saber cómo se interpretan los resultados y averiguar cosas que los pacientes no dicen. ¿Quieres hacer uno? Dibuja un árbol en este folio.

Cogió un bolígrafo, dibujó un árbol en el folio y me lo dio. Lo observé unos momentos mientras ella me miraba con atención. Aquel árbol no estaba bien, y las dos lo sabíamos. Incluso un niño se habría dado cuenta… Las ramas desgajadas, afiladas en los extremos, extendiéndose amenazantes por toda la parte superior del papel; el tronco retorcido con aquel agujero negro en el centro… pero, sobre todo, las raíces. Finísimos trazos que semejaban pelillos erizados y que no se sustentaban en ningún lugar, pues no había dibujado el suelo. Un árbol monstruoso y deforme flotando en el centro del papel, sin arraigo, sin esperanza.

La miré, sintiendo una inmensa tristeza, y dije:

– Lo siento, mamá.

– Ya no se puede hacer nada. Es demasiado tarde.

Se tuvo que morir para que yo supiera por fin la verdad. Era mi madre, pero jamás me contó nada.

– Mamá, ¿cómo se llamaban tus abuelos? Tengo que…

Estaba de espaldas a mí, fregando los platos, pero noté perfectamente que se le tensaba todo el cuerpo. Deseé que la tierra me tragase.

Ahora es ella quien yace bajo tierra, y tengo la partida de defunción entre las manos. «Carmen, hija de Antonio y de Francisca»… pero mis abuelos se llamaban Ginés y Lola.

Papá me lo contó anoche, después de la cena. Y ahora tengo un agujero enorme y negro, como el del árbol, enmedio del pecho. No he podido dormir, ni comer. Fue mi madre durante cuarenta y cuatro años y nunca me lo contó…

«Vivían en un patio de vecinos, con muchas otras familias. Tu madre era la pequeña de once hermanos, y vivían en una miseria espantosa justo después de la guerra; por eso su madre la dejó a cargo de su vecina del patio, que sólo tenía tres hijos varones y deseaba una niña. Al poco, se marcharon de allí y no quisieron llevarse a su hija. Se la regalaron a Ginés y Lola… Tu madre lo supo cuando murió Lola. Ella misma se lo dijo antes de morir, y con esas palabras le arrebató a tu madre todo lo que para ella era cierto y sagrado. El hogar, las raíces, la familia… Tu madre murió también aquel día.»

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