Otra tarde más, Jaime volvía del trabajo en la academia, caminando desde el metro de Embajadores bajo su abrigo de piel marrón abrochado hasta la barbilla. A esa hora, las calles que bajaban hacia el parque de Peñuelas se salpicaban de bultos desparramados, algunos conocidos y otros nuevos, acurrucados en cajas de cartón que a veces le parecían ataúdes de segunda mano. Se protegían del frío con capas de ropa sucia y planchas de cartones de electrodomésticos recién comprados; tumbados en los huecos vacíos de los edificios, en algún portal comercial o sobre un peldaño inservible. Como montones de ropa vieja. Como frigoríficos defectuosos que conservan el frío sin fuente de energía.

Jaime agachaba sus ojos casi negros para robar una mirada a los cartones, de los que asomaban unos calcetines oscuros, un pelo alborotado. Y pasaba de refilón dejándose engullir por la niebla espesa de una ciudad que diluye las formas y las distancias. Al llegar a su calle, la imagen de los sin techo había desaparecido entre planes de viernes, prisas, las próximas vacaciones. Pero sólo llevaba un mes en el barrio y en la ciudad, y casi pasó de largo por su portal. El Nº 5, en un bloque igual a todos los demás. Frente a la puerta, Jaime se sacudió el frío de las manos y buscó en los bolsillos sin encontrar la llave; abrió todas las cremalleras, apartó los libros y registró la bolsa de trabajo. Se quedó inmóvil, con los ojos muy abiertos en el fondo de la bolsa. De repente se echó la mano a la cara y el alivio le asomó a los labios: le había dejado una copia de las llaves a un vecino del rellano. Nunca recordaba si Antonio vivía en la puerta A o B, así que probó desde el portero automático. No le respondieron en el A; tenía que ser el B. La temperatura estaba bajando y el retraso empezaba a fastidiarle. Volvió a llamar en el B:

¿Sí?”; “¿Antonio?”; “No…”; “Soy el vecino nuevo…”; “Te has equivocado”; “Soy…” El ruido eléctrico del interfono lo dejó solo otra vez. ¿Sería el D? Probablemente no, aunque al menos tenía que conseguir entrar en el portal. Siguió llamando al cuarto piso: “Soy el vecino nuevo del 5º”; pero nadie lo conocía y la mayoría debían estar fuera de fin de semana. Ya había llamado a todos los pisos, así que volvió a empezar. Y esta vez nada. Se quedó un momento ahí parado, con el cuello ladeado, como intentando sintonizar un canal que lo conectara con el quinto piso del Nº 5. Ya eran casi las once. Jaime Miró a su alrededor, con la incredulidad asomada al ceño: La niebla cubría la calle casi vacía, que apenas se distinguía de cualquier otra gracias a unas pocas farolas diseminadas a ambos lados de la acera. Los contenedores de basura y un banco de madera. Los botones del portero automático y sus inútiles filas de letras A, letras B… Y el portal, de un blanco difuso tras el cristal y las barras de metal negro; apenas veía las primeras escaleras que subían al rellano, completamente a oscuras. Al otro lado del entramado de celosía sintió la calle como una cárcel, y el frío aprisionaba un poco más sus opciones. Bajó los tres peldaños hasta la acera y se sentó en el banco frente al portal Nº 5. No tenía a nadie a quien llamar por teléfono en esa ciudad, así que se dispuso a esperar; seguro que algún vecino llegaría tarde a casa. Aunque no se le ocurría ningún motivo para estar en la calle a esas alturas de invierno. Las pocas personas que veía pasaban de largo arrebujados en sus bufandas y seguían su camino por la noche de viernes. Jaime colocó la bolsa de trabajo en un extremo del banco, apoyó la cabeza y se tumbó de medio lado, encogido. Le molestaba la tapa dura de los libros o el diccionario que llevaba en la bolsa, pero se subió el cuello y cerró los ojos. Su mueca incómoda quedó oculta por el abrigo; bajo la noche pasaban de largo las prisas, los planes de viernes.

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