Estaba lista para su viaje. Martha se despidió de su madre; Alcira, y de su padre; Maximiliano. Ambos le besaron la frente y se abrazaron con fuerza; abrazo que fue interrumpido, cuando pasó un carro a recogerla, para llevarla a la estación de buses.

Su viaje fue corto, solo duró tres horas, pero fue suficiente para cambiar todo su entorno. Pasó de una pequeña y humilde casa cerca al río, a una gran cuidad; o al menos, así lo veía ella.

Al bajarse del bus, todo era diferente. Ya no sentía ese mismo calor de todos los días, por el contrario, la envolvió un fuerte viento que hizo estremecer todo su cuerpo. El cielo cambió de color; de ese limpio azul pasó a un gris que solo veía en los pocos días de lluvia que presenciaba en su tierra. Nunca había visto tanta gente en un mismo lugar; los rostros iban y venían, los sonidos de sus voces se confundían con los de los motores de los carros. Por un momento se sintió perdida, hasta que vio a la familia por la cual había viajado. Los reconoció porque le habían mostrado una foto de ellos, para que no tuviera dificultades al momento de encontrarse.

Mientras se acercaba, observó con detenimiento a esa joven pareja, con sus dos pequeños hijos, a los cuales ella cuidaría desde ese momento. Se saludaron con emoción y, en medio de sonrisas todos se conocieron.

Esa hermosa familia llevó a Martha a su hogar. En el camino, le mostraron parte de la cuidad, sitios que conocería más adelante. Llegaron a la casa, le enseñaron su cuarto. Ya era de noche y, después de comer, todos se fueron a descansar.

Al día siguiente, en medio del desayuno, a Martha le comenzaron a enumerar sus obligaciones. Despertar a los niños, bañarlos, asegurarse que se alimenten bien, llevarlos al jardín de infantes, ordenar su cuarto, lavar y planchar la ropa, recogerlos al terminar su jornada escolar, jugar con ellos, leerles cuentos, asearlos antes de dormir.

Después de escucharlos atentamente, preguntó sobre su día o días de descanso. Lo que escuchó, nunca se le borraría de la mente.«Te hemos comprado, ahora eres nuestra». Lo dijeron de la forma más calmada y  sin ningún rastro de vergüenza en sus voces. Martha quería salir corriendo, les exigió que la dejaran ir; pero le recordaron que sus padres dependían totalmente de ella. Se secó las lagrimas que ya rodaban por sus mejillas, pensó en ellos y sus necesidades; no eran muchas, pero sin el dinero de su nuevo  trabajo, no tendrían que comer, ni seguro médico. No podía creer lo que haría desde ese momento, pero por sus padres aceptó su nueva forma de vivir, cambió su libertad por alejar a su familia de la pobreza. 

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