«Esta niña es un monstruo» decía mamá nada más alumbrarme. Mis siguientes siete mamás nunca lo dirían. Tres o cuatro días eran suficientes para darse cuenta que mi «baja talla», como solían llamarlo, sólo les iba a dar problemas. La señora Curra, la última de ellas, no balbuceaba en llamarlo por su nombre: enana. Claro está que nadie me elegía, tenían tres días para «probarme», eran las reglas, si… para probarme. En ninguno de los siete casos salí a la calle, era lamentable pasear con una enanita de circo por la calle mayor de Fuentelago. El bosque de la mansión de los Gutiérrez de Mella era privado, así que un día salí a jugar alrededor del enorme lago, un paseo corto, claro, cinco minutos más tarde el señor decidió que era suficiente, según él iba a asustar a su trío de caniches. Vivía asustada en aquel orfanato donde les llegaba a todas las niñas a la altura de sus axilas y cuya única amiga era mi almohada de trozos de esponja a la que ya no le quedaba un hueco por empapar las burlas de cada día. La señorita Pura me echaba dos mudas en el petate augurando los días que pasaría en mi nuevo hogar. Yo sólo quería que el tiempo pasara rápido, a veces quería que pasara hasta hacerme desaparecer. Ahora, a mis diecinueve primaveras, mi corazón ya no sufre, ya no agoniza de dolor por el pasado. Hoy, 20 de diciembre, he dado a luz a una niña, si, una niña como yo, que no abandonaré jamás, a la que enseñaré a sobrevivir en esta jungla de vida, la vida que nos ha tocado vivir.

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